Llega noviembre aunque sigamos en octubre, y aunque todavía no se haya movido el reloj. Es un mes malvado, insoportable. Relleno de nostalgia. Como las novelas de las que habla hoy esta columna: no malvadas. Si, de la memoria.
Me pilla noviembre,
asómbrense, releyendo El Coyote, del José Mallorquí que llenó mi infancia
colgada de la radio. Y lo releo en la edición de Cátedra, que celebra el centenario
del autor, y que convierte definitivamente en literatura de culto -y léase en el sentido más cinematográfico posible- esas
novelitas que eran de kiosco: me produce una extraña sensación leerlo en papel
marfil satinado de buen gramaje, recuperarlo de la mano de Luis Alberto de Cuenca, y más, descubrir al autor, a Mallorquí, en la biografía prologal que
escribe su hijo, el también escritor César
Mallorquí. Les recomiendo vivamente esta edición que recupera al héroe que
llenó toda una década de la tardía posguerra con sus casi doscientos títulos
traducidos a dieciséis idiomas, y ese personaje, el Coyote, don César de
Echague, tan californiano, tan enmascarado y tan justiciero como El Zorro, que ya en los años veinte
creara Johnston McCulley, siguiendo
la tradición postromántica de esos personajes "esquizofrénicos", dobles, como Pimpinela Escarlata, de la Baronesa de Orzy. Grande, Mallorquí,
grande de la novela popular -y de su ingente producción, la serie de El Coyote es lo más de lo más- y grande
en los seriales radiofónicos inolvidables, como Dos hombres buenos....
Pero hay muchas formas de la
nostalgia, que cuántas veces la ponemos nosotros, los lectores. Me pasa con la
maravillosa novela de Manuel Gutiérrez
Aragón, Cuando el frío llegue al
corazón, recién publicada por Anagrama. Con Gutiérrez Aragón me pasa que veo
sus novelas, porque se reconoce la misma pluma que en el cine, la misma mirada,
las mismas geografías, los mismos demonios. Aquí es una historia iniciática, en
el amor, en el vino, en el tabaco y.... y en el paisaje, esos verdes del norte
que nadie ha contado como él, y esa historia dramática, pero contada sin
dramatismos y con gracia y que no les voy a contar, primero, porque eso no se
hace, y segundo, porque las novelas de Gutiérrez
Aragón -como sus películas, que no entiendo que lo suyo con el cine no
tenga vuelta, aunque el escritor que siempre hubo en él se vea ahora más y
mejor- las novelas y las pelis de Gutiérrez
Aragón, decía, se leen y se ven como
si las estuvieras viendo. A ver, como si el texto -o la cámara- decidera
que es un medio lo más discreto y "mejor educado" posible, que te deja ahí con
el chaval, su bici, sus amigos, sus primeros vinos, su padre en la trena, las
vacas, los frailes, su tía.... Y el monte, y los y las que suben y bajan del
monte, que ya no diré más. Ese monte verde. A mí me ha gustado mucho. Mucho.
También con la nostalgia de
este noviembre adelantado, leo Los
ingenuos, de Manuel Longares,
publicado por Galaxia Guttemberg. Aquí, y no es por comparar, hay un estilo, cómo
decir, más voluntariamente literario, y un lenguaje más recordador de
locuciones y frases hechas comunes a las tres épocas madrileñas en que se
sitúan sus personajes; y hay unos tiempos más largos, que empiezan antes y
llegan hasta la muerte del muerto, y todo aquel aquelarre de equipos médicos
habituales, y aquella muerte terrible que parecía salida de un cuadro de mi
amigo José Hernández. Osea, que,
desde una pareja de jóvenes de la guerra, y sus amigos, y aquel primer cine de
CIFESA, y el mapa del Madrid de la Gran Vía y sus aledaños, nos hace Longares una vuelta por esta España que
no conoce ni su madre, pero que.... ay, dios no lo quiera. Que aquí, más que
nostalgia, hay memoria. Y no digo más.
Miro los libros que tengo delante, bajo el cielo
plomizo que entra por mi ventana de horizonte corto. El cielo que preside, en
el Norte profundo de mis amores -bueno, un poco más a occidente-
Vivir en los cafés, el último libro de
Ovidio Parades, que es una suerte de
diario que pasó antes por su blog y ahora publica Trabe, y que ha prologado
Laura Freixas, y me gusta la manera en
que Ovidio enlaza cultura y crítica y autobiografía. Esta literatura del yo,
que en España era pudorosamente rara, casi inexistente, y que ahora parece dar
frutos sin disfraz. Hay mucha lluvia, claro, Asturias como Asturias, pero.... No
es lo mismo. Esta lluvia de Madrid es otra cosa. A mí, que en cualquier
geografía me pone triste -ah, el sol eterno, la luz transparente y azul del
Sur- allá se me vuelve natural, parte de mi piel. Aquí, no. No puedo soportar
Noviembre.
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