Si le digo a usted la verdad, empiezo a estar harto de que,
cada vez que conocemos una cifra oficial, los unos nos digan que, al fin y al
cabo, el año pasado fue peor, mientras los otros insisten en subrayar la catástrofe,
obviando, claro está, la leve mejoría. En esta ocasión lo digo, por supuesto,
por las cifras del paro: ochocientos cincuenta nuevos desempleados cada día en
septiembre. Mucho mejor cifra que la de septiembre de 2012, lo que indica la
tendencia a la bonanza, dicen en el PP. Una cifra aterradoramente mala, dicen los
sindicatos y la oposición, alegando que solamente con el regreso a sus países
de muchos inmigrantes ya disminuye, por lógica, el número oficial de
desempleados.
Las cosas pueden verse desde la óptica optimista y desde la
contraria. Botella medio vacía, medio llena. La economía, ya se sabe, es un
estado de espíritu. Peor es cuando, simplemente, se falsifican las cifras, como
ocurre ante una manifestación o concentración humana de cualquier signo. O
cuando se deforman las comparaciones con los datos económicos de otros países
europeos. El caso es que todo vale para la estéril polémica política, incluso
la desgracia de ochocientas cincuenta personas que se van a la desesperación
del paro cada día.
El caso es que probablemente la situación del empleo en
España no va a peor -sería difícil--, pero también sería discutible que
marche a mucho mejor: todo indica que la precarización es un hecho, que se
abaratan los puestos de trabajo, que los emigrantes se marchan y que millares
de nuestros jóvenes, también. Pero no es menos cierto que se va abriendo paso a
una nueva mentalidad, según la cual el empleo fijo para toda la vida es ya una
quimera y hay, por tanto, nos guste o no nos guste, que lanzarse a la vía del
trabajo autónomo y emprendedor. Una nueva vía que es ya la única posible para muchísimos
millares de personas.
Es lógico que
Rajoy, desde Japón, presente los perfiles más
optimistas a aquella parroquia; me parece incluso conveniente, hallándose donde
se halla, que lo haga. Lo peor, ya digo, es el ruido con el que los voceros
oficiales y oficiosos pretenden siempre confundirnos. Lo que no hace sino
aumentar la confusión y disminuir la confianza, ya muy precaria, en nuestros
representantes, sean del signo que fueren.
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