España es el país, acaso del mundo, en el que las numerosísimas
leyes dictadas por los muy numerosos parlamentos se cumplen menos. O se
incumplen más, como usted prefiera. Entre otras cosas, porque el cumplimiento
es frecuentemente imposible. Y, así, no recuerdo dónde he leído que los
parlamentos autonómicos han aprobado, desde el principio de los tiempos, es
decir, desde hace treinta y cinco años, más de cien mil leyes, bastantes de las
cuales son incompatibles con las de la comunidad vecina. Ello ha derivado en
las famosas diecisiete leyes de caza o en ejemplos tan chuscos como el que le
escuché una vez al líder socialista extremeño, Guillermo Fernández Vara: existen
en este solar patrio nuestro no menos de diez reglamentaciones sobre fabricación
de ataúdes, lo que hace muy distinto el trámite de morirse en Cádiz o,
pongamos, Santander. Así que no debe usted asombrarse de que tengamos
diecisiete defensores del pueblo, otros tantos tribunales autonómicos, treinta
y cuatro diputaciones provinciales...
Pero ya digo: una cosa es legislar y otra cumplir. No sé de
qué se inquieta el amigo Adelson, que quiere -o no-instalar el
complejo de Eurovegas en Alcorcón y ha provocado una batalla entre el Gobierno
central y el autonómico madrileño a cuenta de si se puede o no derogar,
sustituir o complementar por la puerta de atrás la rigurosa legislación
antitabaco; en realidad, si Adelson tuviera verdadero interés en construir su
imperio del juego aquí y ahora, sabría que son multitud los establecimientos en
los que, lejos de miradas indiscretas, se permite a los clientes echar un
pitillito, o incluso un puro. No existe potestad sancionadora, porque no existe
capacidad suficiente de vigilancia; ¿cómo iba a haberla en un país cuya economía
sumergida puede que ascienda al veintidós por ciento del total del PIB?
Me dicen que, si en España se cumpliesen estrictamente las
leyes, el famosísimo doctor Cabanela no podría haber operado al Rey, porque una
norma dictada en 2011 prohíbe ejercer la cirugía a los médicos que hayan
traspasado la frontera de los sesenta y cinco años; luego, como la necesidad
aprieta, algunas autonomías prolongaron por su cuenta el plazo hasta los
setenta años, lo que, en todo caso, hubiese imposibilitado que Cabanela (71) practicase
la intervención a Don Juan Carlos. A la vista del resultado de la operación,
hay que felicitarse del escaso celo de los vigilantes de la ortodoxia legal.
Ahora, el afán reglamentista que todo gobernante experimenta
a la hora de milimetrar la vida del ciudadano se extiende a un posible cambio
de horario nacional para "modificar los hábitos de comportamiento laboral
de los españoles". Yo creo que Sus Señorías, que tanto tiempo dedicaron a
esta iniciativa en el Parlamento, bien podrían haberse aplicado a muchas otras
cosas pendientes, en lugar de decidir a qué hora ha de tomarse el bocadillo de
media mañana o cuándo debe empezar la conciliación entre el trabajo y la
familia. Mucho más importante me parece afanarse en encontrar soluciones para
que todo el mundo tenga trabajo en lugar de encauzar por ley las horas de
ejercicio del empleo de quienes afortunadamente lo tienen.
En el fondo, tampoco importa tanto; cada cual seguirá
haciendo de su capa un sayo y conciliando cuando le dé la gana, si es que
quiere hacerlo. Y, de paso, la sensación de que este es un país con escasa
seguridad jurídica -es algo de lo que parece que también nos acusa el
magnate Adelson-aumentará. Un poco más aún.
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