jueves 25 de julio de 2013, 16:35h
Un ciudadano con responsabilidades
institucionales, reaccionó con indiscreto ardor, ante la pitada que en
tierras catalanas le obsequiaron al Rey de España, y escribió en las
redes una frase insultante para los habitantes de Cataluña.
Inmediatamente fue destituido de su cargo, a pesar de que presentó sus
disculpas en el mismo medio. La frase del ciudadano ha sido reproducida,
pero de las que nadie se hizo eco fue de las frases que, en
contestación al exabrupto, escribieron desde sectores presuntamente
nacionalistas y donde parece que la opinión generalizada es que las
madres de los españoles que no vivimos en Cataluña se dedicaron todas a
la prostitución. Pero esta asimetría es leve, incluso excusable, porque
ya está comprobado que la red es el refugio de los productores de
regüeldos. Lo que llama la atención es que ningún dirigente político
catalán mostrara alguna incomodidad ante la pitada, y, si en el acto
todos pusieron cara de póquer para que nadie adivinara si la situación
les producía pesar o satisfacción, con posterioridad no hubo ningún
representante del gobierno regional que, aunque sólo fuera por mera
cortesía, se lamentara de una falta de caballerosidad, de elegancia y de
un exceso de grosería, vulgaridad e inconveniencia, que jamás he
atisbado, ni en mi familia catalana, ni en mis amigos catalanes.
Otro sí, en caso de que unos ignorantes desabridos, llenaran de
pintadas y rompieran cristales de la delegación de Cataluña en Madrid,
estoy seguro que las autoridades madrileñas, tanto municipales como
autonómicas, no tendrían empacho alguno en condenar una acción tan
reprobable. Pues bien, las sedes de algunos partidos en Cataluña son
frecuentemente atacadas, algunas por tercera o cuarta vez, sin que los
representantes de los partidos nacionalistas, que se presumen que son
demócratas y aborrecen la violencia, la coacción y la amenaza, hayan
pronunciado una sola palabra de crítica, ni siquiera de fingido pesar
por guardar las formas. Y es ese silencio rastrero y ominoso, egoísta y
detestable, el que ofrece una oscura simetría, un desequilibrio en el
que de una parte cae el egoísmo desconsiderado y, de la otra, la
caballerosidad y la cortesía que Velázquez pintó en Las Lanzas en 1634,
cuando España ya tenía casi siglo y medio de experiencia como nación.