jueves 11 de julio de 2013, 16:38h
Ella me dijo que como me gustaba escribir
me esperaría en el Café de la Paix, cerca de la Ópera, que era un sitio
al que solía ir Víctor Hugo. Me parece que yo tenía algo más de veinte
años y, cuando ascendí por las escaleras que daban al teatro de la
Ópera, dejando abajo la estación de metro, y su fachada monumental se
iba mostrando ante mis asombrados ojos, me pareció que entraba en un
universo distinto.
Y, en efecto, puntual como siempre, allí estaba ella, con ese halo
maternal que nunca la abandonó, y por el cual siempre te parecía que
eras uno de sus sobrinos, dentro de la pecera del café que ocupaba parte
de la acera del boulevard de los Capuchinos.
Los adoquines de la rive gauche quedaban lejos, y, de todas
formas, ya habían vuelto a su sitio, tras la revuelta del mayo de 68, y
De Gaulle se dejaba robar los anillos en los saludos multitudinarios.
Con un afán entre protector y didáctico, con objeto de que me
fuera dando cuenta de esa faceta de París a la que no llegaban los
turistas, me llevó a un establecimiento que acababan de inaugurar, La
Factorerie, donde lo mismo podías comprar un tigre o un cocodrilo, que
tomar una copa. Desechamos la idea de adquirir un tigre y tomamos una
copa. Luego, a la noche, cuando nos despedíamos, le pedí su dirección,
me pidió un papel, y sacando un diminuto tampón del bolso estampó su
nombre y dirección: Pilar Narvión. 13, rue de Conservatoire.
No recuerdo si tuve la gentileza de enviar unas flores de
agradecimiento, pero tengo vivo que siempre que me encontraba con ella,
fluía una conversación divertida, ágil e irónica. Fue periodista cuando,
en España, se contaban con los dedos de una mano las mujeres que se
dedicaban a ello. Y fue una gran corresponsal del diario Pueblo. Creí
que vivía en Boston, donde creo que tenía una hermana, pero ha muerto en
su Alcañiz natal, esa ciudad productora de notarios que también lanzó a
París a una gran periodista.