sábado 08 de junio de 2013, 10:40h
Goebbels
lo dijo, cada vez que oigo la palabra cultura echo mano de mi
pistola. Es una excelente expresión del pavor que a algunos les
produce esa indómita palabra. Hoy no se echa mano de las pistolas,
aquí al menos, sino de algo que tiene mayor poder destructivo: el
mando a distancia. Cada vez que oigo la palabra cultura cojo el mando
a distancia, y disparo contra todo aquello que no este pleno de
intensa banalidad o histérica tertulia. Hoy se dispara con imágenes
audiovisuales que abordan la mente como piratas intentando apresar el
tesoro de la inteligencia.
Así,
ocurre luego como en Asturias, no hace mucho, cuando quitaron de un
teatro público la obra de Shakespeare Ricardo III, y la sustituyeron
por otra de Arturo Fernández, cuya capacidad interpretativa seguro
que es envidia de la Royal Shakespeare Company. El caso es que el
amigo Fernández se sintió molesto porque lo compararan con
Shakespeare, pues dijo algo así como que no le gusta que le comparen
con gente extranjera. Al fin y al cabo es difícil competir con
alguien que ha legado a la posteridad el epíteto monina.
Y sin embargo Ricardo III sólo es un manual sobre la crueldad,
quizá solo superado por El Quijote. Es la historia de un malvado
tullido que entre el humo y las sombras de una batalla perdida, dijo:
¡Mi reino por un caballo! Qué poco interesante. Mejor escuchar los
hipidos, gansadas y machismos tozudos del actor asturiano, modelo al
cabo de lo que gusta y divierte al pueblo.
Cada
vez que oigo la palabra cultura echo mano de mi corazón, para que no
se me desangre de lástima. Y siento que los intelectuales van siendo
cada día más arrinconados en un suburbio de letras sobre el que
quieren poner una muralla. Y que los grandes almacenes se llenen de
libros escritos por gente que no sabe escribir (para eso están los
negros) pero son mediáticos. Lo más importante es vender con la
portada: rostro famoso, gresca en el aire, y luego dentro letra
gorda, ausencia de oraciones subordinadas, cuatro pamplinas plenas de
chismorreo o cochambre.
O
esa aspiración de tanto periodista mediático por emular a Goytisolo
o Muñoz Molina, apareciendo con premios que han cambiado la calidad
literaria por el marketing literario. O tanta memoria desbocada,
buscando el titular, exprimir la figura gastada, cobrar unos euros
póstumos antes de desaparecer de la pantalla.
Se
podría seguir desgranando el acoso a la cultura, así como ese afán
por desacreditar a actores, profesores, periodistas o escritores que
no se someten al reino de la banalidad. En fin, en duro cemento se
están apresando las neuronas públicas, y agria cizaña se siembra
para un futuro que huele a suburbio de la mente.