Se han hecho muchos juegos de palabras en torno a la célebre
frase con la que un asesor de
Clinton,
James Carville, contribuyó a la
popularidad de su presidente, pidiendo que los políticos se ocupasen más de las
cosas cotidianas y menos de las guerras en Irak: "¡Es la economía, estúpido!".
Inmersos como estamos en la mayor crisis económica en décadas, va ganando
terreno la creencia de que, tanto en Europa como muy especialmente en España, el
embrollo es ahora más bien político que económico. O, lo que nos vino a decir
Galbraith -nada nuevo bajo el sol--, la economía tiene un componente
sustancialmente político porque o se conecta o se desliga del bienestar de las
gentes. Pues eso es lo que tenemos aquí, en España, y ahora, a las puertas de
un nuevo euroexámen.
Y es que dentro de unas horas conoceremos las 'recomendaciones
específicas para España' que va a presentar la Comisión Europea
de la mano del finlandés
Olli Rehn. ¿Recomendaciones? Más bien exigencias. Aquí
hay quien habla, y no sin razón, de una inaceptable tutela sobre nuestro país
por parte de gentes a quienes nadie ha elegido para ello, sino el sistema
dedocrático de la eurocracia. Pero no podemos desconocer que, a la hora aflojar
la bolsa, las instituciones europeas se encuentran, en el caso español, con
que, efectivamente, la crisis no viene motivada tan solo -ni fundamentalmente-por
las tambaleantes reformas en impuestos y pensiones: es la política lo que se
tambalea, y con ello se derrumba el castillo de naipes económico. Y lo peor es
que, aunque sin demasiados micrófonos a la vista, los 'cabezas de huevo'
de la eurocracia ya lo están diciendo
Porque ¿cómo no alarmarse ante las discrepancias más que
notables entre los 'barones' autonómicos de un mismo partido ante
algo tan serio como la homologación del déficit? Ciertamente, la deriva en Cataluña
está provocando algo más que el riesgo de una secesión a medio plazo: está
logrando distorsionar el propio concepto de unidad territorial. Es el gran tema
pendiente, cual espada de
Damocles, sobre nuestras cabezas. Pero hay, claro está,
más. Mucho más.
Lo demás, todo es polémica que fomenta la inseguridad jurídica
y anímica: desde cómo atajar la corrupción y las irregularidades en los
partidos -menudo papelón el de los constructores que declaran ante el
juez
Ruz por la presunta financiación irregular del PP-- hasta cómo afrontar la
reforma de la Administración
Local (de las otra ya ni hablamos). O la de la jubilación, la
laboral, la de la sanidad y, claro, la de la educación...Por discutir, discuten
hasta la Policía
y la Guardia Civil
acerca de si ETA se ha terminado o no, en medio del evidente pasmo del ministro
de Interior. Bueno, y puestos a poner todo en tela de juicio, llega un
importante ex ministro de
Aznar, que ahora preside un influyente círculo de
economía catalán, y pide una reforma en profundidad de la Constitución; resulta
que ahora los que piden más renovación, mayores avances, son los rostros que,
como el propio ex presidente del PP, o como
Felipe González en los foros
europeos que frecuenta, vienen del pasado. Y encima, tienen bastante razón,
salvado sea lo exótico de algunos comportamientos.
Resulta que España se ha convertido en una plaza de
polémicas de medio millón de kilómetros cuadrados. Ojala que los problemas
fuesen tan solo -y nada menos-de índole económica y estuviésemos,
de verdad, centrados en ver cómo atajamos, todos, esa horrible lacra de un ejércitos
de más de seis millones doscientos mil parados . Pero resulta que no, estúpidos
de nosotros; es la política, o la falta de ella, la que nos tiene atenazados. Y
parece, horror, que hasta Olli Rehn se ha dado cuenta.
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