Todo empezó con unos "palotes". Con lo que él consideraba que no
eran más que trazos inseguros y pueriles frente a la caligrafía espléndida,
ágil y elegante, de los que sabían manejar la pluma. Así empezó a escribir José
Luis Sampedro, llenando cuartillas con el tiempo que le robaba a unas
oposiciones con las que esperaba ganarse la vida para siempre.
Pero pronto comprendió que ganarse la vida era otra cosa. Que era
no tener miedo. Ser valiente y conquistar la dignidad con la que se nace y
algunos pretenden arrebatarte por la vía del azote de conciencias. Por eso, ya
al final,
Sampedro se convirtió en el principio, en el símbolo de una juventud
que se indignaba porque le faltaba eso, el corazón de la palabra, la vida
"digna".
José Luis Sampedro nació en Barcelona. O en Tánger. O en un
pequeño pueblo de Soria. O en Aranjuez. Porque él vino al mundo en 1917 en la
Ciudad Condal pero su figura se fue fraguando en la convivencia multicultural
del otro lado del estrecho; en la rigidez de una meseta encorsetada, negra,
supersticiosa y meapilas; en una villa de cuento desde donde comenzó a viajar a
Madrid para empaparse de ese baño de cultura en el que su propio pensamiento se
fue convirtiendo.
Desde "La estatua de Adolfo Espejo" (1939, publicada en 1994)
hasta "Cuarteto para un solista" y "Reacciona" (2011) la producción literaria
de José Luis Sampedro ha sido ingente y ha abarcado la novela ("La sonrisa
etrusca", "La vieja sirena"), el ensayo económico y humanista ("Economía
humanista. Algo más que cifras"), el cuento ("Mar al fondo") y el género
autobiográfico ("Escribir es vivir"). Y por ninguno de ellos ha pasado de
puntillas.
Porque eso que ahora se llama compromiso y que no consiste más que
en ser fiel a uno mismo ha sido la seña de identidad de este hombre enjuto de
ojos grandes, Premio Nacional de las Letras en 2011 y galardonado con la Orden
de las Artes y las Letras de España en 2010 por "su sobresaliente trayectoria
literaria y por su pensamiento comprometido con los problemas de su tiempo".
Y ese compromiso le ha llevado a irse en silencio. En la soledad
de su casa. Sin que nadie supiera que se había marchado hasta que su cuerpo es
ya solo ceniza. Porque todo el ruido que tenía que hacer lo hizo con su
palabra. Y no hay grito más potente que el de un hombre digno que busca la
libertad.
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