jueves 28 de marzo de 2013, 10:04h
Nuestras
tradiciones orales son muy prolíficas cuando califican al paisano
que hace o dice tontadas. Según la comarca y la historia personal
del afectado, el vecino podría ser un tonto de baba o el tonto del
pueblo. En algunos casos, el aludido paga siempre la cuenta de toda
la panda y entonces es un autentico tonto del haba. Algún personaje
de los reseñados es tan presumido y tan jactancioso que termina por
convertirse en un tonto del culo. Al presidente del Eurogrupo, un
holandés de apellido impronunciable, socialdemócrata de cartón
piedra por más señas, le cuadra más el apelativo de tonto de
capirote. Por algo estamos en Semana Santa. El sujeto se ha sumado
irresponsablemente a este ceremonial, provocando con sus tonterías
una dolorosísima subida al Calvario de la maltrecha economía
europea.
Como si
fuera un profeta de cataclismos futuros, dotado de una elocuencia
aterradora, el atontado consiguió que bajaran todas las bolsas
europeas, que subieran las primas de riesgos de los países más
endeudados y se desencadenara una epidemia de miedo en el colectivo
de los ahorradores. Los que pensaban en invertir se retiraron de la
puja con la presteza asimilada en otros desastres financieros. Los
depositantes preguntaron al abuelo cómo y cuándo escondía el
dinero en los años pasados de la penuria domestica. Todos se
temieron una confiscación parcial de los capitalitos confiados a las
entidades bancarias. El tipo, un desconocido para la inmensa mayoría
de los ciudadanos continentales, un ser emergente de las oscuras
aguas de la Comunidad Europea, nos amenazó a todos con aplicarnos el
mismo aceite purgante que sus colegas administran ya a los
chipriotas. Después de desatar los elementos y despertar con tal
estruendo a todos los fantasmas, el comisionado improvisó excusas
torpes y se retiró a su despacho. ¿Quién pagará ahora la factura
del estropicio?
En España
llueve sobre mojado. Cientos de miles de españoles han perdido todo
lo que apostaron en el infame negocio de las nuevas Cajas. Otros
tantos van a contemplar de inmediato como se les quita parte de sus
depósitos en preferentes. Todo esto puede parecerle muy poco al
exterminador comunitario, pero aquí ya hemos pagado los platos rotos
de la ineficacia gestora de muchos sinvergüenzas.
Mi padre
contaba que cuando murió su tío Luís vaciaron el piso donde vivía.
Al levantar el colchón del difunto para apoyarlo en la pared, tan
usado estaba que se descosió por sus costuras. Entre la borra de
relleno aparecieron fajos de billetes cuidadosamente atados con un
fino cordel de hilo. Un parte del botín no tenía valor alguno:
procedía de las emisiones del Gobierno republicano. También había
efectos de curso legal, una pequeña fortuna amontonada con singular
tacañería. La suerte evitó que terminara en una almoneda o en
cualquier desmonte de los muchos que había en Madrid. Las gentes no
se fiaban de los bancos y ocultaban lo que tenían en los escondrijos
más impensables. Sólo pretendían asegurarse una vejez tranquila,
financiar las bodas de los hijos o juntar unas pesetillas por lo que
pudiera pasar. Aquella costumbre popular puede renacer ahora si el
temor se adueña de todos nosotros. Un buen amigo, director de una
sucursal bancaria, me asegura que muchos de sus clientes están
cancelando las imposiciones. Sospecha que guardan los euros en casa.
Eso explicaría, según él, la ola de robos en muchos pueblecitos
españoles.
Así las
cosas, solo nos faltaba un agorero con mando en plaza, un confiscador
al servicio de la política liberal e insolidaria de sus jefes. En
Europa faltan políticos y sobran los tontos de capirote.