jueves 07 de febrero de 2013, 07:55h
En
esta España nuestra, donde la política ostenta una notoria impunidad, hay algo
que no está de moda, no se lleva, o como diría el castizo, no mola. Y es la dimisión.
La
dimisión se reclama en la calle, se exige en el parlamento, pero es muy raro
ver a un político que dimita por voluntad propia. Por eso es excepcional el caso de Esperanza
Aguirre, que dimitió porque le dio la gana, sin que nadie le presionase. Desde
su condición de dimisionaria por voluntad propia, la expresidenta de la
Comunidad de Madrid opina que esto de la dimisión es una cuestión "que habría que poner muchísimo más al
día".
Efectivamente. Hay escasez de dimisiones. No existe para el político
una Universidad de la Dimisión, no se imparten cursos sobre la Técnica de Dimitir
a Tiempo, y también se echa de menos una asignatura de "vergüenza torera". Todo
lo contrario, el político está impuesto en la tecnología de aferrarse al cargo,
y suele sacar muy buena nota en la práctica de negar la realidad o echarle la
culpa a otro.
Entre la multitud de chascarrillos
atribuibles a Manuel Fraga, se cuenta el de aquel alto cargo de provincias que
se sucedía a sí mismo con notable persistencia. Nadie se atrevía a cesarlo, y
él tampoco presentaba la dimisión. Cuando le preguntaban por qué, respondía con
esta cuarteta: En mi sala de reuniones, a
donde van las visitas, tengo un letrero que pone: "mariquita el que dimita".
Hay muchos políticos que
cumplen fervorosamente el consejo de estos versos, políticos que estarían mejor fuera, en su casa,
que dentro, metiendo la pata, o lo que
es peor, metiendo la mano. A esos políticos que no se despegan de su silla, habría
que recomendarles la dimisión "forzosamente voluntaria", y responderles a la
manera de Fraga: En mi sala de reuniones,
a donde van las visitas, tengo un letrero que pone: "cesaré al que no dimita.