viernes 18 de enero de 2013, 10:12h
Aún resuenan en mis oídos las palabras de
un líder de la oposición en el Congreso diciendo que lo que había en el País
Vasco era una guerra, y que las guerras había que ganarlas.
Recuerdo también que hace meses alguien, cuyo nombre
no recuerdo, escribía en "Sábado Gráfico" que con ETA había que llegar a una
solución como en las guerras carlistas.
Y en estos días de mano tendida y de voces airadas,
de "no se pacta con asesinos" y de "ETA más metralleta", ha caído en mis manos
el libro de Unamuno "Paz en la guerra". Y su lectura me ha incitado a averiguar
cómo terminaron aquellas grandes convulsiones que tuvieron a Euskalerria como
escenario fundamental y cuyas consecuencias cambiaron radicalmente el panorama
político vasco hasta el día de hoy.
La primera guerra carlista, la de los
siete años,
la más larga y cruel, en la que ambos bandos ejecutaban a sus respectivos
prisioneros, hasta el punto de que intervino una comisión inglesa para intentar
humanizarla, terminó con el Convenio de Vergara. El general Maroto negoció la
paz a través del almirante inglés lord Hay. Las bases de la negociación fueron
fundamentalmente tres:
1.° Reconocimiento de don Carlos como
Infante de España y de doña Isabel como Reina.
2.° Reconocimiento de los Fueros Vascos.
3.° Reconocimiento de los grados militares
y condecoraciones del Ejército Carlista.
La negociación más dificultosa fue la referente al
reconocimiento de los Fueros. Espartero lo consideraba cuestión de Estado y por
tanto competencia de las Cortes Generales y no se creía facultado para tal
reconocimiento. Maroto, por su parte, ateniéndose a la doctrina foral, sostenía
que las Cortes de Madrid carecían de atribuciones sobre los Fueros
Vascos, por radicar la representación del pueblo vasco, único soberano, en las Juntas
Generales.
En acuerdo transaccional, Espartero empeñó su palabra de honor
y ofreció su espada en defensa de los Fueros. Y la Ley de 25 de octubre de 1839
empleó aquella fórmula cuya interpretación posterior trajo nuevamente la
guerra: "Se confirman los Fueros de las
Provincias Vascongadas y Navarra, sin perjuicio de la unidad Constitucional de
la Monarquía".
A pesar de ello, fueron muchos los que
no admitieron el Pacto de Vergara. Y fueron muchas las partidas armadas que siguieron
luchando. Espartero dictó bandos proclamando la amnistía y prometiendo
primas en metálico a quienes dejaran las armas.
En paz, aunque en desasosiego político, transcurrió la
vida vasca hasta el levantamiento de Primavera de 1872. Tras su fracaso, los
carlistas vizcaínos firmaron con el general Serrano, el Convenio de Amorebieta
con las siguientes condiciones:
1.° Cese de hostilidades.
2.° Reconocimiento de los Fueros por los
liberales.
3.° Indulto general para todos los
sublevados.
4." Regreso de todos los exilados.
Pero el 18 de diciembre de 1872 vuelven
a sublevarse los Carlistas. La guerra dura hasta el 27 de febrero de 1876.
Terminó
con la rendición sin pactos. Pero también esta vez y durante mucho tiempo actuaron
por doquier partidas armadas. Se sucedieron los indultos, las promesas y hasta
los sobornos.
La victoria bélica liberal fue completa, y completa
también la derrota política de los carlistas vascos. La Ley de 21 de julio de
1876 suprimió los Fueros. Se disolvieron las Juntas Generales y se impusieron
las diputaciones de régimen común. Cánovas cerró la discusión con aquellas peligrosas palabras a los
comisionados navarros: "...cuando la fuerza causa estado, la fuerza es el
derecho...".
Unamuno, que vivió esta última época y en
el bando liberal, describe así, en boca de uno de sus personajes, la
turbulencia de aquel momento:
"...fuera de sí desde la abolición de los
Fueros, echa chispas, pide la unión de los vasconavarros todos, tal vez para
una nueva guerra, guerra fuerista. Desahógase contra los "pózanos" (antecedente
de la palabra "maketo"), ha dado en desear saber vascuence...".
"Empiézase en el ambiente en que él vive
a cobrar conciencia del viejo lema "Dios y Fueros", al que sirvió de
tapujo, en gran parte, el de "Dios, Patria y Rey". Siéntense las generales corrientes
étnicas que sacuden a toda Europa. Por debajo de las nacionalidades políticas,
simbolizadas en banderas y glorificadas en triunfos militares, obra el impulso
al disloque de ellas en razas y pueblos más de antiguo fundidos,
ante-históricos, encarnados en lenguajes diversos y vivificados en la íntima
comunión privativa de costumbres cotidianas peculiares a cada uno; impulso que
la presión de aquellas encauza y endereza. Es el inconsciente anhelo a la
patria espiritual la desligada del terruño; es la atracción que, sintiendo los
pueblos hacia la vida silenciosa de debajo del tumulto pasajero de la Historia,
los empuja a su redistribución natural, según originarias diferencias y
analogías, a la redistribución que permita el futuro libre agrupamiento de todos
ellos en la gran familia humana; es, a la vez, la vieja lucha de razas, fuente
de la civilización...".
Este es exactamente el marco donde se
fragua la mente de Sabino Arana "el loco". "Enloqueció" por la derrota, por la
negación del Fuero, por la arrogancia de Cánovas y de su impuesta Ley de 1876, perjuicio
de la unidad constitucional de la Monarquía.
Y el "aranismo" creció y se extendió contra
corriente de todos los poderes políticos e intereses económicos. Cárceles,
exilios, ejecuciones, diques culturales, medidas económicas, Primo de Rivera,
Franco.... A pesar de todo ello y de la gran inmigración, hoy la mayoría
absoluta de este pueblo no ha aprobado la Constitución, ni ésta ni ninguna anterior,
porque todavía yace en su subconsciente aquello de "sin perjuicio de la unidad constitucional
de la Monarquía", que nunca acabó de entender.
Hoy, como entonces, hay quienes quieren
imponer su razón
por las armas; quienes quieren fraguar patrias, grandes o pequeñas, a punta de
pistola. Recuerdo aquellos cañones de bronce del museo de Estrasburgo que tenía
fundida en sus lomos la inscripción "Ultima ratio regum", última razón de los
Reyes. Es peligroso el recurso a la "última ratio". Entre otras cosas porque
tras ella viene generalmente la pendiente de la sinrazón.
Santa Cruz terminó en las Misiones de
los indios de Colombia, como otros terminan hoy en Nicaragua, pero dejando tras
sí la convulsión, la frustración, el odio y el desquiciamiento.
Cánovas en 1876 hizo su LOAPA de la "unidad
constitucional de la Monarquía" de 1839. Lejos de unir nada, puso la espoleta de
un grave movimiento contra una ley de unidad que nadie había puesto en
cuestión.
Espartero comprometió su espada en defensa
del Fuero. Nos duele pensar que hoy Espartero pueda sacar su espada contra el
Fuero...
Pero hoy como ayer, y
salvando tiempos, modos y personas, Muñagorri desde su escribanía de Zaldibia,
o Garaikoetxea desde Ajuria Enea, y con ellos la gran mayoría de los vascos,
seguimos gritando "Paz y Fueros".