Hace
pocos días tuve ocasión de
presentar, en el salón de pasos perdidos del
Congreso de los Diputados, bajo el título de "España como solución", un libro
basado en mis colaboraciones en "
Diariocrítico". El deseo expreso de personas que no pudieron
asistir al acto de conocer alguna de las ideas que expuse, ante una
concurrencia que desbordó la capacidad del aforo, me ha llevado a resumir lo
esencial de mi intervención, despojándolo de los párrafos de agradecimiento a quienes
la hicieron posible y a las circunstancias ambientales del histórico lugar y
fecha. Recojo pues, aquello que, a mi entender, explica mejor el término
"solución".
Solución supone futuro, porque diríamos, parafraseando
al escritor
Amin Maalouf, que: "el país del que tengo nostalgia no es el
pasado, es el porvenir". Por ello me preocupa la dimensión de estatalidad de un
país adecuado a los condicionantes supranacionales del siglo XXI que son los de
una nación, como la nuestra, ni muy grande ni muy pequeña, suficiente para
competir y coordinarse en todos los campos y mercados de la diplomacia, la
seguridad, la economía y la cultura con un peso importante y suficiente. Es
cierto que existen superpotencias con pretensiones hegemónicas tendentes a
borrar la personalidad histórica de los pueblos y, también, microestados que
solo pueden aspirar a papeles marginales, a la sombra de vecinos más poderosos.
Pero, afortunadamente, nosotros vivimos en una Unión Europea donde las naciones
ni son absorbidas por una superpotencia ni pulverizadas por la dispersión
separatista. Aquí las naciones nacidas de la historia y de la convivencia
secular son integradas como elementos inconfundibles y enteros del pasado y del
futuro. Desde este punto de vista, basado en la realidad existencial, resulta inconcebible que, en un mundo donde la
unidad de soberanía puede abarcar a comunidades tan distantes geográficamente
como Alaska y Arizona o tan caracterizadas ayer por monarquías románticas, como
Prusia y Baviera, existan personas serias que puedan considerar que identidades
étnicas o fundamentalismos pseudohistóricos sean suficientes para justificar
una fragmentación de soberanía capaz de establecer fronteras divisorias entre
Tarragona y Castellón o entre Vitoria y Logroño. Hay que comprender que la
Unión Europea nació para homologar comunidades de ciudadanos y no para delimitar
relaciones entre tribus.
El derecho a la
mutilación de un Estado sobre el que no se tienen atribuciones legales es un
despropósito. Pero el despropósito se convierte en delirio cuando la pretensión
no está fundamentada en una abrumadora base popular sino en resultados
electorales decrecientes en la propia parcela y, por si fuera poco, dejando
huérfanos en el interior del propio partido parcelista. Es una fantasía creer
que las naciones puedan crearse por la voluntad de unos políticos coyunturales.
Las naciones son fruto de siglos de historia, de cohesión social y de proyectos
de futuro enlazados con los conflictos y progresos del resto del mundo. No son,
ni serán, inventos de una mentalidad que confunda, intencionadamente o por
ignorancia, las competencias de regiones o nacionalidades subestatales con la
soberanía integradora de un Estado-Nación. José Canalejas, aquel gran
presidente liberal, cuyo magnicidio sucedió hace ahora cien años, calificó a
las doctrinas disgregadoras como "los banderines de enganche de los señores
feudales de la política". Quizá, en nuestros días, el adjetivo feudal suene
demasiado arcaico, pero el aislacionismo que provoca toda fragmentación diseña
acotados más parecidos, en la práctica, al feudalismo que a la estatalidad.
"España
como solución", en su conjunto, se alimenta del criterio, que unos juzgarán
acertado y otros equivocado, de que las naciones son organismos vivos a los que
no se les puede aplicar las leyes de la física, más adecuadas para la dinámica
de la materia, que nos hablan de fuerzas centrípetas o centrífugas o, en
lenguaje político, de centralismo y periferia. Mi criterio es que, como
organismo vivo, la nación late biológicamente, como un corazón, entre
contracción y distensión y solo deja de latir si muere y se descompone. Por
ello, no me asustan los latidos naturales de nuestra vitalidad nacional. Creo
que no es cierto pensar que se equivocaron los autores de nuestra Constitución
con el planteamiento autonómico, sino que respondieron al latido de cierto momento.
La reconstrucción del Estado español, tras la tragedia de la Guerra Civil,
provocó, instintivamente, un proceso de contracción del organismo del Estado,
hasta dynamicarlo excesivamente. Por ello, el cambio político transicional
respondió a la necesidad biológica de distensión y descentralización y curó los
calambres producidos por la contractura, recuperando flexibilidad para nuestra
musculatura política. La salud pública, que es el objetivo de la política,
exige tratamientos más parecidos a los de la ciencia médica que a los de la
ingeniería mecánica. Por ello fracasan siempre las tecnocracias, porque no
existe la tecnopolítica sino la biopolítica. La política es un arte que opera
sobre las venas y arterias de la colectividad, que alimentan un complejo
organismo en el que conviven juntos sentimientos, pasiones, egoísmos y extravíos.
Pero vivir juntos y plurales es muy complicado y superar las complicaciones es
la auténtica política.
En
nuestros días, la distensión del músculo del Estado ha llegado a sus límites de
relajación y que las circunstancias críticas
actuales, por razones de interés público, aconsejan el fortalecimiento del
músculo y la concentración de las energías nacionales. Es la propia vitalidad
española la que origina los ciclos de contracción y distensión de una patria
viva y dinámica. Por tanto, ni se equivocaron nuestros constitucionalistas al
descentralizar la estructura del Estado, ni se equivocarán los reformistas de
hoy que trabajen para fortalecer y regenerar el tejido muscular de dicho Estado
común. Los políticos no hacen naciones a su medida. Es la voluntad general la
que hace y deshace a los políticos que convienen a las realidades históricas
porque la unidad nacional no es una consecuencia derivada de una norma
constitucional, sino que la Constitución es la plasmación jurídica de una
realidad existencial previa.
En estos tiempos, España necesita políticos
capaces de robustecer la cohesión del Estado y no extraviarse en otras
estructuras imaginarias, por el mismo motivo que, hace treinta y cinco años
España necesitó políticos capaces de flexibilizar una ortopedia demasiado
asfixiante. La visión biológica de la política debe ser sensible al pulso de
una entidad nacional viva y latente, no de una estructura de hormigón armado.
Es por ello por lo que hablo de España como solución de sí misma, cuyas
palpitaciones, aunque a veces parezcan contradictorias y extremosas, son
síntomas de su vitalidad. España, en ocasiones, es cuestionada porque es una
referencia activa, sufriente y potente, hasta tal punto que solo bajo su
bandera pueden soñar un horizonte luminoso los pueblos que la componen. Ese
horizonte que despierta en nosotros la "nostalgia del porvenir" a que se
refería Maalouf, es un horizonte de crecimiento y bienestar que alcanzaremos si
somos capaces de sentirnos unidos en torno a intereses e instituciones
nacionales integradoras, fuertes y estables. La debilidad de un Estado y sus
instituciones es un peligro para la democracia y su fortaleza es la garantía
del buen funcionamiento de un sistema de libertades.