Curioso: el primer aniversario de la llegada efectiva de
Rajoy a La Moncloa
coincidió, el viernes, con la investidura del ya abiertamente secesionista
Artur Mas como nuevo/viejo president de la Generalitat de
Catalunya, sin duda el desafío más serio que el Estado ha recibido desde que,
en 1934, se proclamó el 'Estat catalá'. Si a ello le sumamos la
crisis institucional, económica, cultural y moral que padece España, no queda
sino concluir que estamos ante un clima de nacional-pesimismo probablemente
solo comparable al que se vivió en la nación en 1898. De entre los muchos
nombres que protagonizaron los titulares nacionales en este año, desde
Rubalcaba, Urkullu, Nuñez Feijoo, a Rodrigo Rato, Díaz Ferrán y un largo
etcétera, es el de
Mariano Rajoy el que más expectativas suscita, el que más
responsabilidad tiene para superar este momento de bajón anímico colectivo.
Que
José Luis Rodríguez-Zapatero, saliendo de un largo
silencio, opine que el referéndum secesionista que quieren
Convergencia-Esquerra, el tandem que, parece que no por mucho tiempo, va a
gobernar en Cataluña, 'simplemente, no va a celebrarse', es algo
digno de tener en consideración. Porque lo cierto es que los errores comenzaron
mucho antes de que se iniciase este 2012 que con tan escasas luces navideñas se
despide: el propio Zapatero, por seguir la estela de Pasqual Maragall, y luego
la del tripartito increíblemente alumbrado por José Montilla, alentó un Estatut
autonómico que rozaba lo inconstitucional, y con ello se desgastó, más aún, la Constitución de 1978.
No creo en quienes aluden a la 'difícil situación heredada' para
justificar los desmanes, las ocurrencias y la inactividad del presente; pero lo
cierto es que los errores comenzaron mucho antes de que, el de diciembre de
2012, Mariano Rajoy y su equipo tomasen las riendas del poder.
Lo que ocurre es que Rajoy,contra lo que entonces dijeron
los suyos, se hizo cargo de un traspaso de poderes que no fue ni tan ejemplar
por parte de los traspasantes ni tan inquisitivo por parte de los traspasados: la Legislatura comenzó
con muchos agujeros, demasiados desconocimientos, excesivos silencios. Sin embargo,
los ciudadanos no tenemos la culpa de las negligencias -llamémoslo así--
de unos y otros. Y así andamos: algo deslegitimados en el exterior, muy
desanimados en el interior, fiándolo todo a grandes operaciones políticas (y
económicas) que no llegan.
Son muchos los medios, somos muchos los comentaristas, que
hemos venido 'celebrando', comentándolo, este primer aniversario
del Ejecutivo popular, al que lo justo sería adjudicarle bastantes sombras y
algunas luces. Quitar el cerrojo al arcón de algunas verdades inamovibles, a
muchas situaciones intocables, poner en tela de juicio tantas cosas, ha sido lo
mejor de lo segundo. Incrementar la inseguridad jurídica a base de no decir la
verdad sobre lo que se pensaba, inevitablemente, hacer, fue, pienso, lo peor de
lo primero. Y, en medio, un Rajoy que permanece como atado al palo mayor
mientras la tormenta arrecia, mientras cada ministro aporta lo que puede -en
un par de casos, mucho caos, sobre todo en lo jurídico, en lo educativo, en lo
sanitario- para serenar la situación.
Una vez más, hay que concluir que lo por hacer es mucho más
que lo hecho, y que lo que resta no tiene por qué consistir en seguir metiendo
la mano en el bolsillo del contribuyente. La crisis, insistamos, es mucho más
política que económica, y para poner en marcha operaciones políticas de gran
calado, desde una reforma constitucional hasta un plan económico-laboral de
envergadura, es preciso el pacto con otras fuerzas, negociar con todos. Y eso
es precisamente lo que no se está haciendo. Imposible, así, festejar este
primer aniversario, que lo que ha demostrado, a los actuales gobernantes, a los
pasados y a los futuros, a quienes ejercen el poder central y a los que lo
hacen en el autonómico, es que hay que gobernar muy de otro modo: esto, así, no
vale.
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