En la
nota anterior, tomando como
referencia un artículo de
Ignacio Sotelo que ponía muy en duda que la protesta
social actual induzca cambios significativos en el sistema económico, así como
la rotunda afirmación de
Rubalcaba de que hoy hay que ser anticapitalista
porque el capitalismo ya no crea sino que destruye, quise aclarar algo sobre
las dos categorías principales de esas reflexiones: capitalismo y
socialdemocracia.
Como mencioné, el capitalismo ha
definido bien las sociedades que se desarrollaban de acuerdo a los intereses
del capital, algo que sucedió tras romper con el viejo orden feudal y se
consolidó en el siglo XIX y principios del XX. Pero que, tras la segunda guerra
mundial, una vez establecido en Europa el Estado de Bienestar, la reproducción
de las sociedades no se hacía únicamente según los intereses del capital, lo
que llevó a pensar que estaban estableciéndose sociedades postcapitalistas;
algo que se convirtió en la estrategia central de la socialdemocracia: avanzar
en la consolidación de esas nuevas sociedades (postcapitalistas),
caracterizadas por poner la economía privada al servicio del bien común
mediante el Estado democrático.
Esa estrategia fue quebrada por el
proceso de globalización que tuvo lugar como respuesta a la crisis económica de
los setenta/ochenta; dado que la ausencia de control de la política a nivel
mundial permitió el retorno del funcionamiento de la economía privada según los
intereses del capital global, incluyendo la formación de sus sectores más
especulativos y depredadores. En realidad, la socialdemocracia se quedó sin
estrategia política.
Ahora bien, Sotelo trata de explicar
además como es que la socialdemocracia llegó hasta aquí. Para eso recuerda que
su primera división fue respecto de la vía violenta o la vía pacífica del
cambio socialista. Ello estuvo inmediatamente asociado a la división entre
quienes creían que la democracia política era consustancial con la emancipación
y quienes consideraban que eso era una nota
bene. Hoy la izquierda mundial ya
no tiene dudas al respecto, a excepción de pequeñas reminiscencias
autoritarias.
Sin embargo, a la vista de la
experiencia de la economía estatal de la Unión Soviética, se produjo otro giro
de ruta en la socialdemocracia europea. Era evidente que ese tipo de economía
no era compatible con las libertades y sobre todo que era mucho menos competente
que la economía privada. Así pues no se trataba de estatalizar la economía sino
de poner la economía privada al servicio del bien común, mediante el recurso
más sólido: el Estado democrático. Si se lograba la centralidad de la política,
la economía privada podría subordinarse al bien común. Eso apuntaba hacia las
sociedades postcapitalistas, por más que siempre hubiera sectores que se
resistieran a ese tránsito.
¿Qué debe hacer hoy la
socialdemocracia ante la evidencia de que la globalización ha supuesto una
desregulación al nivel más alto de la economía mundial? Algunos optaron por
parapetarse tras sus fronteras (como el socialismo francés), otros abrazaron la
globalización (Blair, por ejemplo) como si el libre comercio no fuera una
moneda de dos caras (espacios de crecimiento y de desregulación). Lo cierto es
que ninguna de las dos estrategias ha superado la prueba del ácido.
Finalmente, la socialdemocracia se ha
dado cuenta que para poner la economía global al servicio del bien común se
hace necesario una entidad de gobierno democrático a nivel mundial. Algo que es
infinitamente más fácil de decir que de hacer. Hoy por hoy no hay señales de
que ese camino esté iniciándose de forma sustantiva. ¿Entonces, qué hacer?
Algunos sostienen que ello demuestra
que el intento de lograr sociedades postcapitalistas no es menos utópico que
las viejas ideas socialistas. Por ello habría que optar ante una disyuntiva:
hacerse anticapitalista en términos latos o, todo lo contrario, aceptar la
globalización tratando de minimizar sus efectos negativos. Sin embargo, todavía
hay quienes no abandonan la estrategia de fines del siglo XX: es posible
controlar la economía privada en los espacios nacionales e incluso regionales,
aunque no sea en la medida que nos gustaría. Eso significa prestar mucha mayor
atención a las turbulencias y las burbujas nacionales (exactamente lo opuesto
que hizo
Zapatero) y mantener la defensa del Estado de Bienestar a nivel
europeo.
Cierto, no hay que confundirse, se
trata de una estrategia fundamentalmente defensiva, que, en medio de la crisis
europea, puede exigir acuerdos con fuerzas políticas de centro y centroderecha,
para evitar la bancarrota y el ser fagocitados por los sectores depredadores
del capital global. En la actualidad, las fuerzas de centroderecha también
responden a las exigencias de los Estados democráticos, que les inclinan a usar
el Estado de Bienestar. Por ello, la
socialdemocracia alemana fue capaz de establecer un pacto de Estado con el
centroderecha para mantener en lo fundamental el Estado de Bienestar. Y por
ello, quienes en España aseguran que
Rajoy quiere destruir el Estado de
Bienestar, están anticipando una derrota mucho mayor. Claro, siempre pueden
optar por convertirse en anticapitalistas radicales, aunque eso signifique
precipitarse progresivamente hacia una presencia testimonial y pierdan
definitivamente la perspectiva mayoritaria de la sociedad.