Salí del Palau Sant Jordi, en Barcelona, donde Artur Mas y
sus fieles congregaron a bastantes miles de personas para el mitin final de su
campaña, con el ánimo un poco encogido: allí, el hombre que parece creerse la
versión de Charlton Heston de Moisés, amenazó sin rodeos al 'Estado
español' y al Gobierno de Mariano Rajoy.
Para quienes creemos en las
virtudes balsámicas del acuerdo, del consenso y del pacto, ese mitin
vociferante, en el que para nada se habló del tópico 'gobernar para todos'
en caso de alcanzar la victoria, sino más bien de pelea y de bandos, fue un auténtico
jarro de agua fría. No esperaba mucho más, la verdad; pero sigo sin resignarme
a que el 26-n, el día después de estas elecciones catalanas, deje de ser la
fecha idónea para el inicio de una reflexión más serena y para comenzar a
tender las manos.
Me resisto a perderme en dimes y diretes sobre guerras
periodísticas, judiciales y jurídicas en torno a presuntos documentos
policiales que han complicado aún más una campaña enloquecida, llena de
promesas que no se van a cumplir y todos lo saben. Incluso algunos miembros del
Gobierno central, algunos fiscales, algunos periodistas notorios, se han
mezclado en una guerra abierta hace no muchos meses por Artur Mas al iniciar su
galope secesionista: no hace, al fin y al cabo, tantas semanas desde que se
celebró aquella manifestación con motivo de la Diada, los polvos origen inmediato de estos
lodos.
Menos mal que, al menos, el presidente del Gobierno central, haciendo
honor a su flemático galleguismo, declaraba que con él no cuenten para enredar
más las cosas; bastante enredadas las tiene ya, incluyendo su posición en esa
Europa que claramente ha perdido el norte y que, a este paso, acabará perdiendo
al sur.
Claro que,
en el caso catalán, hay causas profundas,
históricas, que estaban ahí, esperando -así llevamos siglo y medio: lean
a Ortega-- soluciones políticas que no llegaban. Porque la ruptura, que es más
o menos lo que el president de la Generalitat predicó en el Palau Sant Jordi, increíblemente
acompañado en este viaje loco por su socio, el hasta ahora moderado Josep
Antoni Duran i Lleida, es siempre un mal remedio. Para todos.
Salí del Palau, ya digo, con la certeza, más que la sensación,
de que
hemos entrado en una nueva era en la que casi nada va a ser lo que fue:
el Estado autonómico, la seguridad jurídica, el asentamiento territorial,
nuestra posición en Europa. ¿Todo ello por un simple mítin de alguien que ha
escondido, bajo la bandera cuatribarrada, los problemas sociales y económicos
de las gentes a las que gobierna? Pues sí; sospecho que lo que está ocurriendo
con Cataluña está provocando, nada menos, el mismo efecto moral en el resto de
España que el desastre de Cuba y Filipinas a finales del XIX, salvadas sean,
naturalmente, todas las distancias. No crea usted que exagero demasiado: la Corona está en momentos de
visible debilidad; el bolsillo de los ciudadanos, cada día más vacío; el
sistema político, desacreditado; y, encima, este desafío injusto al Estado de
quien se quiere creer un mesías para crecerse desde su propia mediocridad.
Lo diré con otras palabras:
Artur Mas ha roto muchas cosas
que va a costar soldar de nuevo. Ha abierto una indudable brecha con el resto
de España, sin que los otros partidos, ni las instituciones, hayan podido,
sabido o querido remediarlo. A saber qué ocurrirá en las urnas este domingo y,
sobre todo, a saber cómo entenderán todos la lección a partir del lunes. Pero
buena parte del mal ya está hecha y, como digo, muchas cosas no volverán a ser
como antes. Y, encima, llega el Papa y nos desmonta el Belén navideño. Es que el
huracán de la mudanza en tiempos de crisis ya no respeta nada; mira que nos lo
advirtió Iñigo de Loyola.
fjauregui@diariocritico.com
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