El viernes, a las doce del mediodía, un grupo de sesenta
personas -lo conté-con camisetas negras en las que decían que habían
sido funcionarios y ya no lo eran, cortaba la
Gran Vía madrileña. Pasó casi media hora de
atasco, pitidos, claxons y cabreo hasta que la policía disolvió la obviamente
ilegal mini-manifestación, que tanto perjuicio estaba provocando a lo que podríamos
llamar la 'causa ciudadana'. Claro que no pretendo equiparar esa
algarada -'algarabía', en palabra del presidente Rajoy-con
la gran manifestación de la
Diada en Barcelona, que ha marcado sin duda un antes y un
después, ni con las variadas que
poblaron las calles de Madrid este sábado. Pero
sí me interesa subrayar que, desde aquel 15 de mayo de 2011 en el que el
movimiento de los 'indignados' se hacía presente en la vida política
y social española, 'tomar la calle' se ha convertido en una forma
casi habitual, demasiado habitual a mi entender, de 'participación'
de la sociedad civil en las cosas que le conciernen.
Vaya por delante, claro está, mi reconocimiento al derecho
de manifestación. Si la gente sala a la calle es porque tiene cosas por las que
protestar y porque existen escasos canales para que los ciudadanos de a pie
puedan mostrar de una manera más ordenada -y más eficaz- su descontento
y sus anhelos. Simplemente, hay que denunciar que la España invertebrada que
denunció Ortega sigue en pleno vigor, con unas clases medias reducidas al
silencio y a la impotencia, con una juventud desesperada por la falta de futuro
y con una sociedad civil, en general, taciturna y recelosa de sus
representantes, como bien muestran, hasta la saciedad, las encuestas. Y todo
ello, unido a una crisis económica angustiosa, a una falta de ideas políticas
alarmante y a un cierto -cierto-desdén oficial por el común de los
mortales, lleva al estallido. Y eso que entiendo que los empobrecidos españoles,
los de Cataluña y los de Madrid, los de todas partes, están teniendo, en
general, un comportamiento modélico en su protesta pacífica, pero constructiva,
en voz muy alta, pero ordenada.
Pienso, sin embargo, que es pernicioso el abuso de cualquier
derecho, incluyendo el de manifestación. ¿Con qué se puede presionar a un
Estado tras lanzar un millón de personas a la calle cuando ese Estado sigue sin
admitir las exigencias que contienen las pancartas de los manifestantes? Qué
ocurre cuando un político, que por cierto no fue a esa manifestación, se pone
al frente con una bandera que solamente comparte la mitad de los habitantes de
un territorio? O también, ¿Qué les queda a los sindicatos después de una huelga
general en la que no avanzan un milímetro en sus peticiones, suponiendo que sea
ese paro, de nuevo, el último argumento, la última forma de defensa frente a
los recortes considerados inicuos?
Algo de enfermo hay en una sociedad que se lanza a tomar
avenidas y plazas para protestar contra lo que se considera una injusticia, un
exceso o un error. Algo irracional se da cuando un millón de personas pide lo
que es, hoy por hoy, imposible. Algo muy malo está pasando cuando unos salen a
la calle contra otros. Y peor, claro, cuando unos u otros, o ambas partes,
desoyen lo que grita, dice o razona la otra. Nunca como ahora la vigencia
malhadada de las dos españas. O mejor, tres. Una grita, otra desoye y la
tercera, la más numerosa, calla. Calla quizá abrumada por la falta de reflexión,
la ausencia de propuestas sólidas, creíbles, factibles. Quizá no salgan a la
calle para manifestarse, pero la pasean, la recorren para ir a sus trabajos, o
para tratar de encontrarlos. Seguro que esa 'tercera España' tiene
mucho que decir y alguna vez alguien tendrá que escucharla.
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