Las elecciones autonómicas andaluzas y
asturianas, cuyos resultados los expertos en asuntos políticos han venido analizando desde la noche de ayer,
nos enseñan, entre otras cosas, que los cambios de signo en los gobiernos no se
improvisan, y que a veces es más difícil cambiar de voto que cambiar de
religión... En Andalucía, por ejemplo, y pese a que el centro-derecha del PP ha
experimentado una subida en votos, podrá seguir gobernando el Partido
Socialista, como lo viene haciendo desde hace más de 30 años, y en esta ocasión
con el probable auxilio de Izquierda Unida. Y todo ello a pesar de los casos
escandalosos de los EREs, la corrupción y el dinero público presuntamente
robado y malgastado.
La mayoría absoluta del PP en el gobierno
de la nación y su primacía en la mayor parte de las comunidades autónomas no es
una patente de corso sino que, en la vida pública, hay que ganar territorio a
territorio, pueblo a pueblo y voto a voto. Ese mapa autonómico,
mayoritariamente de color azul, es un mapa siempre provisional.
Llama la atención cómo estas elecciones
andaluzas y asturianas han suscitado un escaso interés en el resto de España,
como si la suerte o el infortunio de estos territorios del sur y del norte les
resultasen ajenos. Ahí tenemos un síntoma alarmante de la España de plaza mayor
y luces de cruce, encerrada en sí misma, a la sombra de la espadaña de la
iglesia de su pueblo, y sin la grandeza de plantearse que nada de lo que le
sucede a un español, lo bueno o lo malo, es ajeno al resto de sus compatriotas.
Por lo demás, ayer los dirigentes
nacionales de los grandes partidos se felicitaban a sí mismos por los buenos
resultados, como si todos hubiesen sido ganadores en las urnas de Andalucía y
de Asturias. Volverán a hablar de la "dulce derrota" y de la "amarga victoria",
como si nadie se hubiese dado un batacazo... Y muchas personas saldrán hasta de
debajo de las piedras en auxilio del vencedor, sea quien sea y piense lo que
piense...