domingo 05 de febrero de 2012, 20:00h
Que el ser humano no ha cambiado sustancialmente desde que puebla la faz de la tierra hasta nuestros días, es una evidencia de la que vamos acumulando pruebas diarias y en las más diversas facetas de la vida. Vamos, que entre el homo sapiens de hace miles de años, y el homo tecnologicus -por así decirlo- -de nuestros días, apenas hay unos cuantos centímetros de más, y unos cuantos cabellos de menos.
Uno, que ha pasado ya el medio siglo de vida y que, además, pasó casi los 20 primeros años de su vida en pueblos más o menos habitados, pero pueblos al cabo, sintió una especie de euforia libertaria al conseguir afincarse en una metrópoli como Madrid. La capital representaba entonces para el recién llegado pueblerino algo así como la conquista de la libertad, la degustación permanente de la posibilidad de hacer, decir o pensar algo sin estar sujeto a ningún tipo de trabas sociales o implicaciones políticas que fueran más allá de lo estrictamente expresado o argumentado y no -como sucedía siempre en los pueblos- relacionada con sus antecedentes familiares o de su condición social.
Pero -¡vana ilusión!-, no ya los metropolitanos ibéricos (madrileños, valencianos, barceloneses, sevillanos, bilbaínos, etc), sino los de todo el mundo civilizado, en vías de civilización o por civilizar, hemos vuelto a caer en la misma red de control social y, además, y lo que aún es peor, de forma pueril y voluntaria, aunque sin haber previsto el alcance de nuestras decisiones.
De pueblo a pueblo
Todo empezó con Facebook. Luego le siguieron Twitter, Linkedin y otras redes sociales virtuales, para convertir finalmente todo el orbe en una gran plaza del pueblo en donde unos y otros saben de los demás y de terceros, sin asomar siquiera la cabeza por la ventana. Desde casa, desde un café, en un parque, donde sea... Uno puede mirar y ser mirado a través de la red.
Lo peor es que -según parece- aquí no hay redención posible si uno ha metido la cabeza alguna vez por las dichosas redes. Recientemente, la Agencia de Protección de Datos de Hamburgo (Alemania), ha publicado un informe en el que señala que las 'cookies' de la red social pueden permanecer en el PC del usuario hasta dos años después de haber eliminado su cuenta. Esto me recuerda la imagen que un padre mercedario nos ponía a los chicos que frecuentábamos su convento, unas veces para jugar al fútbol en una de las pistas de su colegio anejo, y otras a la sacristía para asistir a catequesis. Para el padre, el pecado mortal, era como un gran clavo que se incrustaba en el alma humana, que solo la confesión podía arrancar de cuajo, pero el hueco, la huella -en definitiva- del pecado cometido, permanecería siempre sobre nuestra conciencia. Igualito, igualito que con las redes sociales. Una vez cometido el error, ya no hay tu tía.
Esperemos que Dios sea más indulgente con nosotros que aquel padre mercedario y que las multinacionales tecnológicas que, como se ve, no quieren olvidarse de nuestros errores, porque es ahí donde está el negocio.
Columnista y crítico teatral
Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)
|
|
|
|