martes 01 de noviembre de 2011, 10:35h
A punto de iniciarse
formalmente la campaña para las elecciones del próximo día 20, los
distintos partidos hacen públicos sus programas ante el escepticismo
y la indiferencia de los ciudadanos. Sucede que, aunque la democracia
española sea relativamente joven (treinta y pico años), los
sufridos electores, depositarios de la soberanía popular, perciben
que les han engañado muchas veces, que las palabras se las lleva el
viento, y que en el catálogo de las promesas se ofrecen puentes para
lugares en que no hay río, o pistas de esquí en lugares en que
jamás nieva, o veloces trenes de última generación que llegarían
a lugares cuyos vecinos ya han emigrado.
Ayer, Mariano Rajoy,
cuyo triunfo cada día aparece más sólido en las encuestas,
presentó en la reunión de la plana mayor del PP en Santiago de
Compostela, el programa que, de confirmarse su elección como
inquilino de La Moncloa, deberá ser la carta de navegación de la
maltrecha España en los próximos cuatro años. Y en el programa
se dice que no se negociará con ETA, que la política de creación
de empleo será una prioridad, que se les pondrá "alfombra roja"
a los emprendedores, que se liberará a los deudores de la hipoteca
de su vivienda tras la ejecución del patrimonio embargable, que se
cambiarán las subvenciones a la cultura por el mecenazgo privado,
etcétera, etcétera... Y todo ello en el contexto del anuncio del
sábado en La Coruña, a petición de una simpatizante, y que
consiste ni más ni menos que en "devolver la felicidad a los
españoles".
En el Partido
Socialista, en Izquierda Unida y en las diversas formaciones
nacionalistas o regionalistas que se presentan a los comicios del
20-N también se van dando a conocer los programas y, si los
introducimos en un macro-ordenador para que los analice, las
diferencias no son muy grandes, casi todos dicen lo mismo, aunque a
la palabra "felicidad" la llamen con distintos términos:
bienestar, equidad, solidaridad o progreso.
Para que los votantes
se crean lo que los políticos les ofrecen en esa feria de
charlatanería
electoral en que todo es "bueno, barato y bonito", sería
necesario que los líderes políticos acudiesen al notario a
depositar sus programas, estableciendo una cláusula de penalización
por cualquier incumplimiento. Pero no lo harán, vive Dios que no lo
harán. El profesor Tierno Galván justificaba que las promesas
electorales estaban hechas para que no se cumpliesen. El que fue
alcalde de Madrid lo decía, pero todos sus colegas de clase política
lo compartían y lo practicaban aún sin reconocerlo. Alguien dijo
que los programas electorales se asemejaban a los prospectos de las
medicinas: todo lo curan, todo lo resuelven, y también los fármacos
contienen el elixir de la felicidad. Habría, insistimos, que acudir
al notario, y comprometerse a rendir cuentas y a dimitir si es
necesario. Pero no pidamos la luna: los políticos son profesionales
del dibujo abstracto para huir del compromiso concreto.