¿O es que acaso prefieren que vuelvan las bombas?
lunes 24 de octubre de 2011, 08:17h
Antonio Salvá había tomado la palabra en nombre de la
familia. El suyo fue el testimonio dolorido y emocionado del padre. Le
escucharon otras setecientas personas que como él perdieron a uno de los suyos
a causa de la barbarie. Fueron minutos de homenaje, de tristeza, de solidaridad
en un protocolo diseñado por el Gobierno Vasco para seguir arropando a las
víctimas. Pero Montse Lezaun se lo saltó y quiso intervenir porque tenía algo
que añadir a lo que ya había dicho su marido. Su voz sonó firme pero tranquila:
"Buenos días, soy la madre de Diego Salvá. Desde el 30 de julio ostento un
título que me gustaría mantener mucho, mucho tiempo, soy la madre del último
asesinado por ETA..." Era noviembre de 2009, cuando se dirigía al auditorio del
Teatro Principal de Vitoria. Hacía solo cuatro meses que los etarras le habían
arrebatado a su hijo Diego, destrozado al explotar una bomba, en Palma de
Mallorca. Tenía 27 años y era un guardia civil en prácticas. Montse contuvo las lágrimas para recordarle y
rendirle homenaje ante todos. "He querido subir al escenario porque quería
hablar de esperanza... Trabajando como él trabajo, preparándose como él lo hizo
para servir podremos conseguir que yo sea la última, que Diego sea el último,
porque una madre nunca se cansa de esperar..."
"Que sea el último" Esa frase la habíamos escuchado muchas
veces en los últimos años. El deseo lo expresaba casi siempre una mujer, madre,
esposa, hermana, que ellas tienen más temple para esto. Se te ponía la piel de
gallina al escucharlo en directo y maldecías esta bendita profesión porque tu
deber era poner micrófonos o enfocar el objetivo de la cámara para captar el
dolor, la desesperación y la tristeza infinita de una familia rota. Nunca nos
acabábamos de creer que ese momento llegaría, nunca la fé acababa de ganar a la
barbarie. Pero esta vez sí. Dos años después Montse lo ha logrado, ha sabido
esperar, al igual que la madre del otro guardia civil muerto en el mismo
atentado, Carlos Sáenz de Tejada, de 28 años. Son las dos últimas madres
españolas que guardarán luto de por vida en sus almas a causa del terrorismo
etarra. Igual que la viuda del gendarme francés Jean-Serge Nerín, este sí que
sí, última víctima de estos salvajes. Se acabaron las bombas y los tiros en la
nuca. Lo han dejado porque hemos podido con ellos. Y no se llevan nada a cambio
más que nuestro asco y nuestra rabia. Los etarratas como los llamaba uno de los
periodistas que como muchos otros les combatimos con la palabra y la
información, Juan Tomás de Salas, no
matarán más, no secuestrarán más, no chantajearán, extorsionarán, dispararán
más. Se acaba la pesadilla 43 años después, tras soportar 829 asesinatos,
cientos de heridos, más de cien secuestrados y miles de familias rotas: un
enorme rastro de dolor y de sangre que ha hecho que este país, especialmente
Euskadi, no haya podido disfrutar de la democracia plena que inventamos tras el
franquismo. Estas alimañas que cubrían sus cerebros vacíos con capucha y txapela
son precisamente el último legado de Franco.
Desde el 20 de Octubre la historia de la democracia española
será otra, por mucho que quede hasta que todos sean detenidos, hasta que sean
confiscadas todas sus armas, hasta que ese anagrama del hacha y la serpiente,
esa esvástica a la vasca, quede enterrada por siempre jamás. Esta ya es otra
historia. Por mucha parafernalia de conferencia de paz que le hayan echado y
muy repugnante que sea la verborrea alucinógena que hayan empleado en su último
comunicado. Por obsceno sea que ignoren a las víctimas y rindan homenaje de
héroes a los verdugos muertos a causa de sus fechorías. La historia ya es otra
y las lágrimas se mezclan con la alegría y las proclamas independentistas de
los abertzales. Pero que nadie se olvide, ya no habrá más asesinatos, más
bombas, más secuestros. La espada asesina ya no se balancea sobre nuestras
cabezas.
Es comprensible la desolación, la incredulidad y la
insatisfacción de la mayoría de las víctimas que piden más, mucho más y además
lo quieren ya: la disolución definitiva de ETA, la entrega de las armas, el
reconocimiento por parte de estos malvados del daño infinito que les ha hecho,
que pidan perdón. Se lo merecen. Sus vidas destrozadas les dan derecho a ser
razonables, por eso piden lo imposible.
Lo que es incomprensible y deleznable es la reacción de los
más ultras en la política y en los medios de comunicación. Aguirre le da
"credibilidad cero a ETA", Mayor Oreja habla de "la gran mentira" y anuncia que
el Parlamento Vasco "será Kosovo". Muchos de los medios de comunicación que
llenaron sus primera páginas y abrieron sus informativos con gravísimas
acusaciones al Gobierno y a Zapatero por "arrodillarse ante ETA", por ceder
Navarra al terrorismo, de hacer excarcelaciones masivas, de romper la
Constitución y el Estado de Derecho
ahora titulan la buena nueva como "tregua farsa", "gatillo por liebre",
"maniobra electoral PSOE-ETA", "cortina de humo para ocultar el paro y la
crisis"... No se encuentra en sus páginas, en sus telediarios o en sus boletines
referencias al alivio de quienes por fin podrán pasear libres con sus niños o
con sus novias sin necesidad de escolta; de los miles y miles de ciudadanos que
ya no iniciarán cada día poniendo rodilla en tierra para mirar los bajos de sus
vehículos temiendo encontrar una bomba lapa; quedan sin efecto tantas listas
siniestras en las que miles de españoles hemos figurados como candidatos a "ser
ejecutados". Los ultras tampoco otorgan demasiada relevancia al fin de la
angustia diaria, cuando la familia les veía salir de casa pero no sabían si
regresaría hasta que con la noche les recuperaban en casa. Se han olvidado
hasta de reconocer y agradecer que esta etapa de nueva esperanza se la debemos
al esfuerzo, tantas veces mártir de los policías, los guardias civiles, los
militares, los ertzainas, policías municipales, jueces, abogados y fiscales que
han arrinconado y vencido a ETA. No hay tampoco demasiado espacio informativo
para valorar que el silencio definitivo de las armas es también mérito de millones
de ciudadanos que han agotado horas, en minutos de silencio por cada asesinado
y han dado varias veces la vuelta al mundo haciendo kilómetros en
manifestaciones exigiendo la paz. Son los que quieren ver el vaso más que medio
vacío y resaltan solo las carencias, que es verdad que son muchas, de este final de las armas. Tienen razón en
señalar que ETA no se ha disuelto, ni ha pedido perdón ni ha destruido sus
arsenales y polvorines. Aunque saben perfectamente que la historia no trae
nunca juntas todas las buenas noticias, conocen de sobra los datos del final en
el último antecedente terrorista en Europa: el IRA tardó siete años en anunciar
el alto el fuego después de firmar solemnemente la paz en el Acuerdo de Viernes
Santo; le costó cuatro años deshacerse de las armas y nunca pidió perdón por
los 3.000 muertos que produjeron en 30 años de violencia y sangre.
Pero parece darles da igual porque eso sería romper su
discurso sectario, porque sería reconocer que entramos en una nueva fase más
esperanzadora de nuestra historia y se
rompería en mil pedazos su discurso radical y de enfrentamiento. No pueden
soportar que el logro, que es de todos, se haya producido con el Gobierno de
José Luis Rodríguez Zapatero y tras la gestión del ministro del Interior Alfredo
Pérez Rubalcaba. Es evidente su incomodidad y su incapacidad política para
afrontar una nueva etapa. Se han quedado colgados de la brocha y solo son
capaces de mantenerse con la bronca. No
parece que vayan a hacer caso ni a Mariano Rajoy, su líder, que ha proclamado
que ésta es la "hora de la grandeza", "que hay que acabar con los debates
estériles, la frivolidad y las ocurrencias". ¿O es que acaso prefieren que
vuelvan las bombas?