martes 18 de octubre de 2011, 08:06h
Por una vez, y sin que sirva de precedente,
el Gobierno central, los autonómicos y los agricultores están unidos, todos a
una, como en "Fuenteovejuna", contra la propuesta de la Comisión Europea para reformar la
Política Agraria Común. En esta España de los reinos de taifas y de las
guerrillas territoriales, se ha entendido con seriedad, afortunadamente, que a
la marginación del campo le pretenden añadir otro calvario. Un calvario que
procede de ignorar las singularidades de nuestra agricultura y de nuestra
ganadería, y aplicar criterios que podrían salir de un ordenador en que se
mezclasen hectáreas con euros, y no de una política racional, manejada por expertos
que conocen el terreno, y respetando la historia y el futuro de nuestras
explotaciones.
No vamos a entrar en aspectos técnicos de
unas cuestiones complejas, pero en algo tendrán razón, y toda la razón, las
gentes españolas del campo cuando se sienten agredidas por unas decisiones
políticas que califican de tomadura de pelo y de catástrofe. No todo lo que
viene de Bruselas es malo, tampoco es bueno, pero hay unanimidad en rechazar
los planes del comisario de Agricultura, Dacian Ciolos, de establecer una
especie de "barra libre y única en las ayudas", algo que sería la puntilla para
el campo español.
Cuando España se integró en la Unión
Europea, algunas voces proclamaron que la política agraria se había negociado
mal, por presión y chantaje de los competidores franceses. Pero era tal el
entusiasmo por la incorporación de España a Europa que, entonces, asuntos que
ahora son capitales fueron considerados como anécdotas, y se cedió en la parte
por salvar el conjunto. Pero ahora, sin complejos de recién llegados, es la
hora de exigir respeto y de no comulgar con ruedas de molino.
España es un país agrícola y ganadero y,
en estos tiempos de crisis, debe profundizar en esa vocación, que es además una
garantía para sobrevivir. El campo español es víctima de abusos y de
marginaciones, especialmente en los tiempos en que lo urbano era lo moderno, lo
industrial era lo productivo, y las vacas o los olivos o los campos de trigo
eran considerados como reliquias insignificantes, y más como una carga que como
una bendición. Pero el tiempo tiende a poner las cosas en su sitio, y hoy el
campo español se rebela dignamente contra un intento político de atropello. Y
lo hacen, como decimos, todos a una: Gobierno central, autonomías, agricultores.
Las sacrificadas gentes del secano o del regadío merecen respeto, y su futuro
no puede depender de las estrategias de
salón en los altos despachos de Bruselas donde los que toman las decisiones
están en las nubes, y no tienen los pies en el suelo que pisa el buey.