¿Qué pasará al final de esta década cuando un montón de jóvenes cercanos a los 40 años sigan sin haber trabajado nunca y sin posibilidad de conseguir un empleo?
Nadie habla de esto cuando se discute cómo, cuándo y a qué precio saldremos de una crisis económica que a mucha gente no le ha afectado ni de refilón. Tras cuatro décadas de progreso y de estado de bienestar, nos hallamos ante una fractura social sin precedentes.
España, con una prolongada tasa del 20% de paro, es el paradigma máximo de lo que
algunos teóricos denominan sociedad de los tres tercios.
El primero de ellos, el de los más afortunados, lo componen, grosso modo, no sólo esos ejecutivos que siguen adjudicándose bonus como si tal cosa. En él están también los trabajadores con empleo fijo y actualizaciones salariales y los beneficiados de prejubilaciones a precio de oro. Son, en definitiva, aquellos felices mortales que siguen llenando bares y restaurantes a pesar de la ley antitabaco y provocando largas colas de tráfico los fines de semana.
El segundo tercio, el de angustias y equilibrios a fin de mes, lo integran los funcionarios con salarios reducidos, los pensionistas con haberes congelados y los empleados bajo amenaza de despido.
Y al tercer y último bloque pertenecen los parados irredentos, los trabajadores en precario y de mísero salario y los jóvenes sin empleo.
Lo peor de todo es que antes estas situaciones eran temporales y reversibles. Ahora son endémicas y perdurables. La crisis, pues, no resulta igual para todos. Y la hipotética salida de ella seguirá dejando a un tercio de personas en la estacada y a otro en la incertidumbre de una recaída.
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