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Maremoto

Maremoto

jueves 16 de diciembre de 2010, 22:31h

Los recientes acontecimientos, relacionados con la toma de espacios públicos en demanda de mejoras sociales, pusieron nuevamente en el debate público el tema de la pobreza.

Resulta llamativo que, en la Argentina, cueste vincular dichos problemas sociales con la política económica.

En efecto, la pobreza es vista, por la sociedad en general, y por muchos políticos y analistas en particular, como un fenómeno de la naturaleza o de las circunstancias, comparable con algún otro tipo de cataclismo.

Hay países que, por estar en zonas montañosas, sufren de tanto en tanto, terremotos de diversa intensidad. Otros que, por su ubicación geográfica, reciben tifones, huracanes, u otro tipo de desastre natural. Otros padecen inundaciones. Nosotros, junto con África u otros países de Asia o Latinoamérica, tenemos pobreza.

Bajo esta interpretación del fenómeno, al igual que sucede ante los otros casos mencionados, las soluciones pasan, exclusivamente, por los mecanismos para paliar las peores consecuencias de la tragedia.

Pero la pobreza no es una maldición divina. No es exclusiva de una latitud geográfica. Ni de nada parecido. Es, fundamentalmente, consecuencia directa de políticas públicas pasibles de ser modificadas.

Tomemos, por ejemplo, los últimos años de la economía argentina. Después de mucho tiempo, y gracias a un extraordinario cambio estructural que combina la revolución tecnológica en el sector agropecuario, con el ascenso en el escenario internacional de los países asiáticos densamente poblados encabezados por China, los precios relativos internacionales han estado cambiando a favor de las regiones originalmente “pobres” de nuestro país.

 La agricultura, la ganadería, la minería, los recursos energéticos en general, los insumos industriales, han recibido un fuerte empuje en sus precios y demanda internacional.

La mayoría de los países de la región, aprovecharon esta bonanza plenamente, permitiendo que el incentivo de precios y de una economía más abierta –salvo en sectores con comercio fuertemente administrado- generara los mecanismos para traducir esa mayor riqueza macro, en mejoras claras para regiones y sectores largamente postergados.

 Sobre ese escenario, y la directa mejora fiscal que implica, montaron una política social y educativa inteligente que permite, si bien lentamente, sumar a los sectores más rezagados de la población y a otros más cercanos a la tecnología de la información y a la provisión de otros servicios complementarios.

La Argentina, en cambio, “intervino” en las señales de precios, desalentando la inversión en sectores clave, y centralizando los recursos públicos en forma unitaria y discrecional. A la vez que cerraba la economía, reduciendo la capacidad de exportar e importar e impidiendo un cambio clave en la asignación de recursos. Creando incentivos y desincentivos artificiales para la producción y el empleo
 
El resultado de estas políticas a contramano, es conocido: crecimiento alto pero desigual y, en muchos casos, insustentable, con sobreprecios en sectores clave como la tecnología.

 Reducción de la oferta en el sector ganadero, creando una explosión de los precios de los alimentos por razones diferentes a la del resto del mundo –caída de la oferta-.

 Drástica implosión de la inversión privada en energía, sólo sostenida con crecientes recursos públicos que pudieron haber sido destinados a mejorar la infraestructura social. Con restricciones a la demanda, y desaliento a la inversión en industrias electro- intensivas. Señales de precios totalmente distorsionadas en muchas áreas, con subsidios a los sectores pudientes de la población. 

La frutilla del postre de este desaguisado de política económica fue la introducción de un elevado impuesto inflacionario para financiar este esquema ineficiente.

Obviamente, la alta inflación general, sumada al sesgo ya mencionado de los precios de los alimentos, castiga con más intensidad a los sectores que carecen de capacidad de negociación dando lugar a una economía “múltiple”. La de los “indexados” por la negociación sindical  y por los salarios que paga el Estado. A los “más o menos indexados” de la jubilación mínima. A los que compensan con crédito a tasa negativa un ingreso que no pueden ajustar al ritmo requerido y, finalmente,  quienes trabajando en la economía informal, o recibiendo jubilaciones de otro tipo, carecen de la capacidad de indexar sus ingresos y, por ser intensivos en alimentos, han perdido fuertemente en términos reales.

 Esta claro que entre estos últimos, en la franja más pobre y menos calificada de la población, la participación de inmigrantes del interior argentino –que deberían haber sido  beneficiados por el cambio de precios relativos a favor de sus lugares de origen- y de países limítrofes, es relativamente mayor.

Y está claro, también, que a este grupo de la población, sólo les queda la alternativa de bregar por algún subsidio público que les compense la pérdida de ingresos –finalmente han perdido la ilusión monetaria-.

 Por supuesto que muchas de estas cuestiones que se han agravado en los últimos años, vienen de décadas (la destrucción del mercado de capitales, por licuaciones y desconocimiento de los derechos de propiedad de los ahorristas ya había terminado con el crédito hipotecario para viviendas de clase media y baja hace rato, para dar sólo un ejemplo).

Por supuesto, también, que sobre este escenario se montan los negocios de los punteros políticos, administrando subsidios y DNI para el voto y el fraude. Los narcotraficantes. Los delincuentes.

 Por supuesto, que una asignación presupuestaria ineficiente y corrupta en todos los niveles –fútbol para todos, en lugar de comida para todos-. Y, por supuesto, que la falta de una política migratoria regional bien planificada, ahonda y complejiza el problema de fondo.

Pero en el centro de la causa de la pobreza aparece una bonanza mal aprovechada. Una política económica sectorial de las peores que se han conocido y una clase política que, salvo honrosas excepciones, comparte y ha votado esas políticas aunque ataque los “modos y las formas”.

En síntesis, mientras sigamos viendo a la pobreza como a un “maremoto” y no como la consecuencia directa de una mala política económica y de, además, una mala política educativa y social y de malas administraciones  nacionales y provinciales, más lejos estaremos de la solución y seguiremos explicando lo que nos pasa como una maldición divina, mientras reclamamos seguridad para que los más pobres, apadrinados o no,  no nos invadan

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