Hay palabras que, sin llegar a ser groseras o impertinentes, en determinados momentos de la historia resultan violentas o se consideran tabú. En nuestros días, una de ellas es, sin duda, el término “viejo” o “vieja”. Pocas palabras hay ahora que, en español, admitan más eufemismos, perífrasis, rodeos, ambigüedades, circunloquios o alusiones a la hora de utilizarla. Sí, me refiero al término “viejo”, del latín
vĕclus, con el cual, y hasta no hace tanto tiempo, señalábamos sencillamente a una persona de edad avanzada. Hoy, sin embargo, nos cuidamos muy mucho de utilizarla para no despertar las susceptibilidades que ha levantado la falsa idea social de que podemos ser jóvenes hasta el mismo final de nuestras vidas.
Cualquiera de los vocablos que anoto a continuación forman parte de nuestro léxico para sustituir -según convenga en cada circunstancia- a lo que, sin connotaciones peyorativas, hemos venido llamando hasta hace no tantos años, por su nombre, es decir, viejo: anciano, abuelo, veterano, decano, patriarca, mayor, maduro, vejete, viejecito, jubilado, retirado, pensionista, longevo, entrado en años, de edad madura, de
edad avanzada, de la tercera edad, persona mayor, sexagenario, septuagenario, octogenario, nonagenario o centenario…
Estadísticas
En España, como en la mayoría de los países del mundo, la longevidad de los ciudadanos se ha incrementado de forma espectacular durante todo el siglo XX. Concretamente, y en nuestro país, la esperanza de vida en 1900 era de 34,8 años y, según un reciente estudio del Ministerio de Sanidad y Política Social, en estos principios del siglo XXI alcanza los 80,2 años, lo cual significa que es bastante más del doble. Algo que no creo que se atrevieran siquiera a imaginar nuestros bisabuelos o tatarabuelos. Y, en este podium de resistencia a abandonar este mundo, las mujeres salen aún mejor paradas que los varones, ya que tienen una esperanza de vida de 83,5 años, frente a los 77 años de los segundos.
Y, como en fútbol, baloncesto o atletismo, tampoco salimos nada mal parados cuando competimos en las olimpiadas de la senectud porque en la comparación internacional España ocupa el cuarto lugar dentro de los países más envejecidos del planeta. Japón, con un 19,7% de población mayor, encabeza la lista, seguido de Italia y Alemania.
Hoy, en la vieja España, el número de personas mayores de 80 años asciende al 4,6% de su población total, frente al 4,4% de la media europea. Ambas cifras se triplicarán en los próximos 50 años, ya que -según refleja un estudio publicado recientemente por la oficina estadística comunitaria, Eurostat, sobre las previsiones de crecimiento poblacional en la Unión Europea- el 14,5%, de la población española será mayor de 80 años frente a una media comunitaria del 12,1%.
Podemos discutir acerca del momento a partir del cual una persona ha franqueado la barrera de la madurez para pasar a la de la vejez. Este salto depende, además, de un buen número de factores individuales y sociales que lo hacen flexible en cada momento histórico. Por ejemplo, a principios del siglo XX nadie se habría escandalizado como, sin lugar a dudas, lo haría hoy, si oye a alguien referirse a un “hombre viejo, de unos 60 años”. Ahora, sin embargo, esa referencia sería apropiada, al menos a partir de los 80.
Pero, al mismo tiempo, mucho me temo que la prolongación tan impensable, de la longevidad de los ciudadanos de la vieja Europa, pronunciará aún más esta tendencia actual al eufemismo y continuaremos sin llamar por su nombre a lo que no es sino la vejez, por mucho que nos empeñemos en enmascarar -quizás sería más apropiado decir edulcorar- la vieja y tozuda realidad.