martes 06 de julio de 2010, 19:10h
Se lee con insistencia: Hemos perdido los valores. Vivimos en una crisis de valores. Nuestra sociedad, nuestra juventud, nuestros políticos, nuestra vida en general brilla por la ausencia de valores. Me pregunto si una crisis se produce por ausencia de valores. Mejor dicho, si la crisis actual se produce por ausencia de valores. En una pasada Opinión me refería a Edgar Morin y a su constatación que el siglo XX estuvo marcado por una crisis tras otra, junto con cortos periodos de bonanza, que se recuerdan con ilusión y de cuya desaparición se buscan culpables. Respuesta, pues, afirmativa. Vuelvo a Edgar Morin: “Todo progreso corre el riesgo de degradarse y comporta un doble juego dramático de progresión/regresión”. Es decir, hemos degustado un periodo de progresión, quizás corto y nos espera un periodo de regresión, que será largo. No me aclaro a mí mismo en este soliloquio, pero si quisiera intentar explorar el manido tema de la pérdida de valores y, para ello, cabe preguntarse: ¿cuál es el legado de Europa ante el desconcierto actual? Ruiz-Domènech lo expone, y yo intento resumirlo, con la enumeración de siete rasgos fundamentales: las raíces cristianas, la cultura, el área geográfica, el espíritu científico, la separación de lo secular y lo religioso, las formas de gobierno y los mitos. Para justificar estos rasgos haría falta mucho más espacio y tiempo. Quien lo tenga hará bien en invertirlo en la lectura de “Europa. Las claves de su historia”, obra del autor citado anteriormente que afirma que los viejos valores no convencen a la sociedad pero no se han difundido los que deben substituirlos. Nuestro total acuerdo con la última afirmación, pero, además, parece evidente la necesidad de reconocer cuáles han sido los viejos valores que es necesario substituir, y sobre todo, cuales son los nuevos valores, con lo que el problema se complica. Amigo lector, posiblemente Vd. pensará que digo una barbaridad, pero recordando la historia de Europa y el pensamiento de parte de la sociedad actual posiblemente no estamos ante un cambio de valores sino, casi, en un choque de valores, los de la Europa de siempre y los de la Europa post-moderna, que prácticamente ignoramos. La historia de Europa, después de la caída del imperio romano, no es para echar las campanas al vuelo. Cierto que fuimos los paladines de la cultura y de la ciencia, conquistamos y sojuzgamos a medio mundo, perseguimos con saña a los que discrepaban de la religión oficial, impusimos los valores de una religión a la actividad política, dispusimos que el poder político del rey era reflejo del poder de un Dios, permitimos la esclavitud, organizamos guerras, contiendas y cruzadas a mansalva, consideramos razonable que el bienestar era para el poder político y religioso mientras el pueblo tenía que vivir en la miseria sin rechistar, permitimos que los impuestos y el trabajo (solo remunerado con un escaso condumio) mantuvieran esta sinrazón, eso sí, construyendo grandes palacios para el poder político y grandes catedrales para el poder religioso. Y, amigo lector, el autor de esta Opinión, y no es más que una opinión, nacido en 1933 (del siglo pasado) vivió, como tantos españoles, una situación muy criticable en cuanto a sus valores, quizás parecidos a la de la formación de Europa, con una dictadura bendecida desde Roma que al mismo tiempo anatemizaba a los disidentes, todo ello matizado por tratarse del inigualable siglo XX y por la respuesta silenciada de las llamadas clases inferiores. ¿Tenemos una pérdida de los buenos valores o teníamos unos valores que no eran tan buenos como se pontificaba? Ignoro la respuesta pero debemos darnos prisa y poner en marcha una sociedad con unos valores reales, tangibles, universales, sin egoísmos, sin más poderes que los necesarios, con una “religión” social que (olvidando la obsesión por el sexo, el dogma, el castigo infernal y la consecución cueste lo que cueste del poder) persiga la corrupción y cambie el partidismo nacional por el progreso europeo bajo una legislación severa que procure, por encima de todo, que el poder sea un servicio (lógicamente pagado, pero no mas) para el bienestar de los europeos y de la humanidad global y no un clan protegido, ególatra, partidista, incuestionable y siempre en posesión de su verdad. Los últimos esperpentos de España y de Europa son preocupantes cara al futuro. Los valores necesarios los intuimos pero no los vemos ni en los políticos, ni en la economía, ni en las iglesias, ni en las caducas monarquías. ¿Alguien abandera una renovación creíble?