Cuando coincidía con José Saramago en algún acto social, para mí él era siempre el profeta de la reunión. En primer lugar, era un hombre alto del que uno tenía la seguridad de que nunca haría un chiste en público. Siempre conviene que el profeta sea alto porque, como suele enfrentarse a conflictos políticos y sociales y, con frecuencia, tiene que anunciar desgracias, una talla física con un palmo más que la media les reduce a los enemigos el deseo de agredirlo. José Saramago era de extracción proletaria, perdió la pereza de escribir, como la mayoría de los escritores, escribiendo en prensa y se afilió a la lengua de registro coloquial, que es la propia de la prensa. Pero esta lengua de registro coloquial bullía en sus novelas enmarañada en un ovillo compuesto de muchas oraciones subordinadas, como les gustaba a Faulkner y a Juan Benet.
Y ahora una anécdota de cólera de profeta. Tras el ataque a las Torres Gemelas, a la media hora de la noticia, coincidí con Saramago en la terraza del madrileño Círculo de Bellas Artes. En el grupo con el que yo estaba, andaba también un periodista asturiano que acababa de publicar una entrevista concedida por Saramago. Apenas lo vio Saramago, sin mediar un saludo, le espetó: “Eres un pesado, eres un pesado, eres un pesado…” Naturalmente, el enfado de Saramago se debía al acoso que había sufrido hasta conceder la entrevista. El periodista se empezó a deprimir. Pero yo le animé. Te ha dicho el mejor piropo, le dije. Por la pesadez, a la gloria.
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