Como era de esperar, el Partido Popular y sus afines han puesto a caldo al Gobierno vasco, tras el acto del pasado domingo de reconocimiento a las víctimas dl terrorismo. La tesitura del lehendakari Juan José Ibarretxe era parecida a la alternativa del Diablo o a la disyuntiva que se le planteó al asno de Buridán. El jumento dudaba entre dirigirse hacia el fardo de alfalfa para saciar su hambre o hacia el abrevadero de fresca agua para calmar su sed. Tanto dudó, que al final murió hambriento y sediento.
Algo parecido le ocurrió a Ibarretxe. Si lo hacía era casi tan malo como el no hacerlo. Hace cuatro años tuvo la oportunidad, en corto y por derecho, de pedir perdón a las víctimas del terrorismo etarra. Los familiares y la sociedad en general le hubiesen agradecido el gesto. En realidad lo hizo, pero mezclando las churras con las merinas de los difusos y ancestrales derechos inalienables de los vascos. Nadie le creyó en su momento, claro.
En el acto del domingo, sin más consideraciones que las de la reflexión cívica sobre el dolor de años sufrido por una parte importante de la sociedad vasca, Ibarretxe pidió m—y el columnista aprecia que sinceramente—perdón a las víctimas. Tarde, sí. Mal, no. Una gran parte de la sociedad española así lo ha reconocido. El lehendakari hizo lo que tenía que hacer. Aunque, dentro de esa parte, somos muchos los que opinamos, echando mano del refranero, que “arrepentidos los quiere Dios”, bueno, en este caso, Jaungoikoa (literalmente, el Señor de lo Alto), que así le llaman en euskara.
Por fin hasta el PNV --y con él sus aliados políticos-- sacan del debate político partidista, el reconocimiento a las víctimas de la barbarie terrorista. No ha estado mal el gesto. Ahora se trata de perseverar en él, yendo a la raíz del problema, sin ocultar, como hasta fechas muy recientes, la cabeza bajo el ala. Los vascos, nacionalistas o no, deben encararse con la realidad de estos casi cuarenta años de goteo sangriento. Y ahí es donde el lehendakari, su legítimo representante, está obligado a comprometerse. Un acto de petición de perdón, por supuesto, está muy bien. Pero no basta. No hay vascos buenos (nacionalistas o independentistas) ni vascos malos (el resto), hay unos ciudadanos sujetos de derechos y de obligaciones. Y entre los primeros figura el de discrepar civilizadamente. Algo que no deberían perder de vista, no ya Ibarretxe el Gobierno vasco en pleno, sino el conjunto del nacionalismo no-violento de Euskadi. En suma, de vez en cuando, hay que salir del batzoki en el que uno se toma los txikitos o los cortos de cerveza y respirar el aire de la calle.