Aunque el nombre oficial es el de Comisión Legislativa y de Fiscalización, no ha cumplido en absoluto su obligación fiscalizadora el llamado "congresillo", una creación de cuestionada legitimidad que apareció como un as bajo la manga de la mayoría oficialista en el régimen de transición de la Constitución de Montecristi. En los más de 17 meses, el Gobierno no ha estado sujeto a fiscalización. Sin embargo, esta es una tarea básica de control político en una democracia. Esa falta de fiscalización no se ha producido antes en ningún otro momento desde cuando el país retornó a la democracia tras la etapa de la dictadura militar en los setenta.
El país ha pasado por dos extremos: de la pugna de poderes, en la que la oposición en los Congresos abusó de los juicios políticos hasta la actual subordinación del congresillo, que ha renunciado a la obligación de fiscalizar. Por cierto, ninguno de los dos extremos conviene al fortalecimiento institucional de la democracia.
La falta de fiscalización resulta inexcusable tanto más cuanto el actual Gobierno ha echado mano sin límite del recurso de las declaraciones de emergencia con la supuesta justificación de agilizar la ejecución de obras. Estas emergencias debieron estas sujetas al control de la Comisión Legislativa y de Fiscalización. Pero eso no ha ocurrido.
El último escándalo que saltó sobre los contratos con el Estado de empresas del hermano del presidente de la República es la más reciente evidencia de una de las tantas eventuales secuelas del vacío fiscalizador. En el sistema de contrapesos de poderes, la función fiscalizadora propia de las Legislaturas desempeña también el papel de un útil instrumento de control político.
Habrá que exigir a los integrantes de la Asamblea Nacional que se eligió en las elecciones generales que llenen este grave vacío fiscalizador que ha caracterizado al "congresillo".