El caso de Fabricio Correa, qué duda cabe, ha despertado una fuerte corriente de odio de lado y lado, que podría tener muy graves consecuencias, no para los implicados, sino para el Ecuador. Por lo que se ve, se le oye decir al principal implicado y lo que informan unos y otros, no es propio hablar de inmoralidad, sino de una “eclosión” de una amoralidad compartida y practicada por muchos actores, tanto personas como instituciones.
Una ex aliada, y hoy opositora del régimen, ha dicho que el decreto presidencial que impide al Estado hacer contratos con compañías domiciliadas en “paraísos fiscales” es una retaliación contra los medios de comunicación. Y va tomando cuerpo en la opinión pública la idea de que simplemente se trata de una manifestación abrupta e irracional de odio.
En el partido oficialista hay miembros, especialmente entre quienes lo representan en el Congresillo, que comienzan a darse cuenta de los errores e ingenuidades, por decir lo menos, cometidos en Montecristi en la maratónica redacción de la Constitución.
Sienten ahora que la fiscalización es necesaria y que hay que divorciarla de una vez de ciertos episodios vergonzosos vividos en nuestra historia parlamentaria. El diccionario señala que el odio consiste en la “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”.
Un sentimiento primitivo que demanda una pronta venganza. ¿Convendrá hacer de ambos política de Estado? Cabe esperar que todo se aclare y que el episodio en torno al hermano del Presidente sea luego otro capítulo de una historia de triste recordación.
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