Me cuentan amigos que tengo fieles (que los tengo aunque no sé muy bien por qué) que esperan cada mañana la columna para reírse un rato. Lo que no me especifican es si con el texto o de mí. Sea cual sea la opción, si les hago olvidarse un rato de sus problemas cotidianos, bienvenidas sean las risas aunque sean a mi costa.
Pero yo no soy una máquina que se sienta cada mañana y teclea con perversión (aunque a veces me gustaría). Soy una persona impresionable, de hecho. Y tengo una gran facilidad para quedarme con los ojos y la boca abierta (imagen, por cierto, que no me favorece en absoluto).
Ayer, ya después de cenar me quedé con una imagen de las cientos que uno ve a lo largo del día (y yo trabajo en una redacción dónde el plasma con las noticias está encendido todo el día con lo que mi cerebro registra unas cuantas). Vi al ministro japonés borracho, vi submarinos chocar (o lo imaginé), vi a unos malos siendo detenidos pero sobre todo abrí bien los ojos cuando vi unos cadáveres de unos inmigrantes rescatados de un naufragio en una patera. Y además había niños. Y ahí, cuando oigo que además hay niños es cuando me llevo la mano a la boca en un intento de ahogar un grito que quiere decir: no es posible.
Con esa imagen me fui a la cama y con ese recuerdo me he levantado. Y mientras desayunaba he pensado en los hijos de mis amigos y amigas, en mis sobrinos a los que he contado cuentos antes de dormir y a los que he tenido que regañar porque ya no pueden jugar más rato con la wii. Y entonces me ha recorrido un escalofrío por el cuerpo pensando en cómo podríamos soportar nosotros que nuestros hijos, sobrinos o hijos de amigos se nos escurrieran de las manos y se perdieran en el agua a 20 metros de la costa sin que nosotros no pudiéramos hacer nada. Y entonces pensando en eso ya no he tenido ganas de desayunar y conducido por la m 30 camino del trabajo sin radio y sin música.
Y me ha dado vergüenza vivir tan bien aunque estemos en crisis. Y me ha dado rabia haberme gastado dinero en regalos banales para los niños que quiero en lugar de abrazarlos más o jugar más tiempo.
Está claro que no somos nadie, pero ellos son menos. Vienen engañados pensando en el paraíso y lo que no saben es que aquí ya nadie ayuda a nadie. Lo que no saben es que su muerte nos importa un bledo porque estamos acostumbrados ya a las imágenes. Lo que ignoran es que estamos más pendientes de poder pagar la hipoteca que nunca debimos pedir que de sus tragedias porque ya tenemos las nuestras como por ejemplo pagar el cochazo que tenemos y que no nos podíamos permitir.
Ellos ya ni gritan, nos miran con esos ojos negros y yo creo que en el idioma que hablan que es el del silencio nos están diciendo un mensaje muy claro: Vosotros no tenéis derecho a lo que nos hacéis. Y algún día lo pagaréis caro.
Creo que nuestra crisis, primero la de los valores y ahora la del dinero es sólo la punta del iceberg de todo lo que viene. El orgullo blanco de primer mundo está siendo demasiado grande.
Mis rezos de hoy y mis recuerdos durante varios días serán para vosotros, los niños que ahora dormitáis en el fondo marino. Me queda el consuelo de que ahora, al menos, ya no tendréis ni frío, ni calor, ni hambre pero tampoco sueños.