Pregunto en un bar a las afueras de Alicante si ya han detenido al autor de una violación acaecida en las inmediaciones.
—No—, me contesta, escuetamente, la joven dueña del local.
—Yo, a un tío que hiciese eso le daría un par de hostias —interviene, al oírnos, un cliente de unos treinta años, quien añade—: claro que la chica también tuvo la culpa, ¡quién le mandar ir sola por ahí, a las tantas de la madrugada!
La dueña del establecimiento asiente:
—Además, muchas de estas chicas suelen andar bebidas. ¡Si ni siquiera suelen tenerse de pie!
Antes de que pueda salir de mi creciente estupor ante esas afirmaciones, oigo al esposo de la dueña, el cual también quiere terciar en el coloquio:
—La culpa es de los padres, que no se enteran de lo que pasa.
—¡Y es que cómo visten las chicas de hoy! ¡Algunas parece que van por ahí pidiendo guerra! — vuelve a pontificar el avejentado joven de antes.
—Pues la responsable de todo es la policía, que no vigila como debiera. Por aquí no ves un guardia ni en pintura —mete su baza, con rotundidad, otro de los parroquianos del bar.
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En unos segundos, todos, clientes y camareros, ninguno de los cuales llega a los cuarenta años de edad, se olvidan del violador, que parece haber sido un mero responsable accidental de nuestro debate. El culpable de su execrable acción no debe ser él, pobrecito, sino su provocadora víctima, la madre que parió a ésta, las mujeres en general, la policía, los pedagogos, los políticos, el sistema social y hasta el mismo sursuncorda.
Reconozco que semejante situación me sobrepasa y hace que me encare con el que tengo más a mano: el joven que inició la controversia, responsabilizando a la violada.
—O sea, que si yo ahora la emprendo a cuchilladas contigo, por ejemplo, la culpa debe ser tuya, por encontrarte aquí, en vez de estar tan ricamente en tu casa —le digo.
Probablemente, mi tono es mucho más alto y más irritante del que exige el habitual decoro coloquial, así que me despido antes de que el interpelado me dé a mí las dos hostias que había anunciado irían destinadas al desconocido violador de llegar a encontrarlo.
Y es que, visto lo visto y oído lo que antecede, aunque pretendamos presumir de otra cosa, nuestra sociedad sigue siendo primitivamente machista y estúpidamente complaciente con criminales que, por desgracia, muchas veces acaban yéndose de rositas.