Mi primer encuentro con «El Quijote» lo tuve gracias a mi abuelo. Y no porque me leyera pasajes del libro en las noches de invierno, sino porque físicamente se parecía a Don Quijote y, según decían, de tanto estudiar libros de ajedrez el juicio se le indispuso y lo tenía un poco menguado. A veces, mi abuelo se creía que era el rey, no de España –pues aquí entonces no había monarquía–, se creía el rey de espadas, y cantaba las cuarenta en mitad de la noche. Pobrecito mi abuelo que, después de haber sido durante muchos años maestro de escuela, pasó a convertirse en el alumno más travieso de la clase.
Yo, he de confesarlo, en el colegio tomé manía al ilustre libro. Quizás porque don Elías nos invitaba a que analizáramos sus frases –buscando verbos, sujetos, predicados y complementos– de la misma manera que el señor Quijano buscaba gloria y nombre con su valeroso brazo. E igual que a mí les ocurría a mis compañeros de aula. Pobrecitos nosotros, que escuchamos tantas veces aquello de «la letra con sangre entra», cuando en realidad las letras y la cultura en general nos entraban mejor con chocolate, como advirtieron muchos fabricantes que colocaban fabulosos cromos didácticos en las chocolatinas y bollos que consumíamos con avidez en los recreos.
Casi estoy por admitir, aunque suene a desatino, que aprendí más en los recreos que en las propias clases. Pero no lo admito categóricamente porque también tuve buenos profesores a los que aún recuerdo con su nombre y sus dos apellidos, como a los alumnos de mi curso. A algunos de estos es imposible olvidarlos: Miguel Torre del Oro Pulido, Vladimir Penado Checa, Alejandro Miel Abeja…
No fue hasta muchos años después cuando me entró la afición por «El Quijote». Reconozco que al principio reinó en mi mesilla de noche por obligación. Por prescripción médica. «“El Quijote”, un capítulo al día, durante un mes», se leía en la regañada letra de aquella psicóloga. Había ido a visitarla porque una mañana, al mirarme al espejo del baño, observé entre la bruma que lo empañaba a un hombre joven que parecía viejo, a un hombre que no se reía, que tenía de todo y no apreciaba apenas nada: «Debo de estar deprimido -me dije-, creo que necesito ayuda».
Así que fui a un psiquiatra que no me gustó porque me habló durante quince minutos de lo que cobraba y se preocupó, más que de mi pena, de cómo pensaba pagarle sus emolumentos. Luego, acudí a otro que buscaba el origen de mi tristeza en un trauma infantil que nunca tuve. Hasta que por fin fui a la psicóloga de la letra horrible y le dije: "Apenas me río. Quiero que me ayude a recuperar mi sonrisa".
Entonces comenzó para mí una segunda escuela. Y yo, que creía que lo sabía todo, a mis 30 años aprendí como un alumno obediente y agradecido los saberes que ella me compartió. Uno de los primeros días de terapia fue cuando escribió aquella receta magistral en la que me recetaba leer un capítulo de «El Quijote» cada noche. Al principio, me lo tomé un poco a broma, hasta que una madrugada me sorprendí riéndome a carcajadas en el pasaje en que el Caballero de la Triste Figura intenta enfrentarse a un león. Tras la risa vino la degustación literaria y yo, que siempre he sido un hombre ilustrado, acabé leyendo el libro quince veces, alcanzando así el grueso volumen, en mi extensa biblioteca, grande fama y laureles.
Cuando empecé a escribir la novela que acabo de publicar, me di cuenta que, de tanto leer ese maravilloso libro, había tomado el gusto por las aventuras, por los pronombres enclíticos, por sintetizar a mi abuelo y a Don Quijote en un mismo personaje, por escribir el número de los capítulos al modo de los romanos… En mi mesilla de noche sigue ahí el libro, sin polvo, sin olvido, siempre antiguo y moderno. No siento vergüenza, sino orgullo, cuando un comentarista literario lo menciona entre mis influencias. Y, si alguien me pregunta por mis libros preferidos, siempre figura el primero. En estos tiempos en que todos escribimos con diez dedos, a veces me digo: «¡Ay, don Miguel, qué chulo eras! ¡Lo que fuiste capaz de escribir con una sola mano y a la luz de una vela!».
Pedro Touceda es escritor, periodista y cineasta. Su última novela, «Andanzas del Maravilloso Idiota», publicada por la editorial Las 9 Musas, puede conseguirse a través de Amazon en todo el mundo.