Esa sospechosa frialdad se tornó en evidente mansedumbre en el caballo, de dónde salió despavorido cada vez que sintió el hierro sobre el lomo. Aunque alcanzó el peto en numerosas ocasiones, apenas se le castigó, por lo que llegó con la fuerza intacta a banderillas, tercio en el que brillaron, con el capote y los palos, José Chacón y Rafael Viotti.
Por abajo, con igual mando e intensidad, comenzó Castella la faena.
Y, como en tantas ocasiones, el manso rompió a embestir y las protestas de los del gintonic se tornaron en inesperado gozo. El toro, noble y alegre, se movió mucho y las tandas de muletazos del francés se sucedieron rápidas y mecánicas.
Hubo limpieza y ligazón, pero no la hondura y profundidad que la ocasión requería.
Pero da igual, si llega a meter la espada a la primera, se lo habrían llevado en volandas. Falló en un par de ocasiones y le obligaron después a dar la vuelta al ruedo.
Ante el primero, a la postre el mejor de la corrida por su calidad y noble condición, Castella también anduvo por debajo en una faena que se perdió en su falta de reposo y estructura.
Al manso cuarto le siguió un quinto aún peor.
Cómo sería que le condenaron a banderillas negras, algo casi inaudito en estos tiempos de moderna tauromaquia. Un auténtico marrajo que puso en serios aprietos, tanto a Paco Ureña, como a su cuadrilla. ¡Qué arreones pegaba!, ¡qué forma de medir y defenderse!
No le importó a Ureña, todo sinceridad y entrega, que
se jugó la vida sin trampa ni cartón ante un animal la mar de incierto que le sorprendía y buscaba en cada cite. El final, rompiendo al toro por bajo, con torerísimas trincheras y similares adornos, puso la plaza en pie. Tenía la oreja cortada, pero la estocada, cobrada en la suerte de recibir, no fue suficiente.
Frente al blando y soso segundo, no tuvo opción.
Cómo Ginés Marín con su lote, verdaderamente infumable. El impresentable tercero se rajó a la primera de cambio y el último se movió sin clase y echando siempre la cara arriba. Afortunadamente, abrevió.