viernes 28 de septiembre de 2012, 11:58h
Platón comparaba en su diálogo
'El Político' el arte de la política con el arte de tejer. En efecto, algo de
eso hay. Al igual que en el caso del tejedor, arguye Platón, el cometido del
político es crear un tejido homogéneo, unir con lazos humanos las discordancias
en la sinfonía de las diversas vidas que componen la sociedad a fin de gobernar
los asuntos públicos, la Res Pública, de manera buena y justa. Idealmente la
política sería, por tanto, un medio de servir a las personas y de materializar
su interés general.
Sin embargo, en la ecuación del
político destaca de forma especial la palabra 'responsabilidad'. En tanto que
gestores públicos, los políticos son responsables ante la ciudadanía que los ha
elegido. En la responsabilidad del político se basa, en modo último, el pacto
social que fundamenta la democracia liberal representativa. La responsabilidad
de los gobernantes se inscribe, de hecho, en los mismos anales del liberalismo
político, con los 'Tratados sobre el Gobierno Civil' de John Locke como
mascarón de proa.
De forma natural, junto a esta
idea de responsabilidad, Locke enuncia un corolario lógico, a saber, el derecho
de rebelión, esto es, el derecho a deponer a un gobierno cuando este haya
dejado de gestionar los asuntos públicos de acuerdo con el interés de los
ciudadanos.
En esencia, este derecho de
rebelión, pese a su osadía semántica, no
es más que una mera exigencia de responsabilidades. Por ahí van, precisamente,
las manifestaciones frente al Congreso de los pasados días, que han escogido
ese punto geográfico por su valor simbólico y el posible impacto mediático.
Razonable. El derecho de
manifestación pacífica está recogido en el artículo 21 de la Constitución
Española, que le impone, en principio, como único límite, el respeto al orden
público. En este sentido, las imágenes demuestran que las manifestaciones se
desarrollaron, de forma general, de modo firme, pero no violento. Con todo, el
recurso a la fuerza de un grupo minoritario al final de la concentración debe
ser condenado, pero no expresa el sentir general de la convocatoria ni de la
inmensa mayoría de los que allí estaban, o de los muchos más que pese a no
estar se sentían representados y simpatizaban con los propósitos de la
manifestación.
Las crecientes muestras de
descontento en las calles evidencian una distancia cada vez mayor entre las
instituciones políticas, Gobierno y partidos a la cabeza, y un gran sector de
la sociedad civil que no se siente representado. Esta no es sino otra de las
tragedias de la crisis, a saber, la percepción, sobre todo entre los jóvenes,
de que la clase política sirve únicamente a intereses particulares - se nombra
a los mercados -, y de que ha dejado de representar los intereses de todos y de
responder ante los ciudadanos.
No les falta razón. Desde hace
tiempo, en España existe una poco sana preponderancia de los partidos
políticos, especialmente de los dos mayoritarios, en tanto que resortes del
poder. La Ley Orgánica de Régimen Electoral General, de 1985, consagra un
modelo de sistema electoral que no sólo favorece, como es notorio, a los
grandes partidos nacionales y a los partidos nacionalistas, debido a su concentración
geográfica, sino que además abona el terreno para una dominancia oligárquica de
las ejecutivas de los partidos políticos, ante los que en último término son
responsables los políticos, quedando su responsabilidad ante los electores
relegada y, por tanto, la relación de confianza con estos, irremediablemente
viciada. Una traición al partido, que no al ciudadano, supone no figurar en la
siguiente lista cerrada y bloqueada al Congreso. Esto se aplica también a nivel
autonómico y local. Ya se sabe, quien se mueve no sale en la foto.
En un momento en que la reforma
de la Constitución y las instituciones están en boca de muchos, quizá sería
oportuno plantearse un cambio, muchas veces demandado, en nuestro sistema
electoral, y en particular en el sistema de listas, que supone uno de los
talones de Aquiles más visibles de nuestra democracia. Fórmulas existen, por
ejemplo desbloqueando las listas a la manera del Senado, o explorando otros
sistemas electorales comparados. Es un cambio que requiere análisis y esfuerzo,
claro, pero sobre todo voluntad política y responsabilidad. Una responsabilidad
que, de ejercerse correctamente, puede desactivar el legítimo derecho de rebelión.