Las malas noticias generales siempre tienen, ay, una
traducción particular. Me dicen que uno de los fallecidos en el accidente de
tren en Santiago de Compostela es mi viejo amigo, compañero y hasta compinche
Enrique Beotas. Aún quisiera no creer lo que parece casi una evidencia, lo que
se me presentaba como imposible. Porque, para mí, Enrique, el barroco, el que
siempre tenía una sonrisa y una broma a punto, era inmortal.
Se me han echado encima tantos momentos increíbles, aquellas
campañas con
Manuel Fraga en las que él, que era el organizador de las
caravanas de periodistas, era el primero a la hora de las coñas -¿recuerdas
cuando arrancamos las puertas de las habitaciones de los colegas en el hotel
Ercilla? Menuda bronca te echó Don Manuel...--. Tantos programas de La Rebotica, en los que le
pedía que no se cabrease cuando el personal no respondía a su perfeccionismo. Tantas
mesas redondas por toda España -la última, en Fenavin, en Ciudad real- en
las que el juego era meterse el uno con el otro. Tantas risas. Se me han echado
encima su generosidad, su cordialidad.
Sé que hoy hay muchas familias que preparan un luto atónito:
nada más duro que la muerte inesperada cuando lo previsible era la fiesta. Quizá,
en las próximas horas, vayamos descubriendo otros nombres conocidos. Otros no
lo serán, pero qué importa: luto. Mis condolencias para todos. Enrique, mi
amigo, mi compinche en tantas parrandas periodísticas y literarias, ese gran
profesional, no pudo escribir la crónica del horror que se vivía a su alrededor,
porque él mismo estaba inmerso en ese horror. Supongo que desde algún lado
adivinará el inmenso dolor que su pérdida nos deja a tantos a los que nos
involucró en el trepidar de su vida.
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