He
aquí un documento excepcional: las claves de por qué fue cesado Pedro Solbes en
abril de 2009 y sustituido por Elena Salgado. En su libro de memorias "Recuerdos. 40 años de servicio público",
de Editorial Deusto, en su páginas 402 a 410, que extractamos aquí, Solbes
confirma que entregó un documento a Rodríguez Zapatero anunciándole la gravedad
de la crisis y las medidas necesarias para salir de la misma. ZP y su equipo lo
niegan, pero las siguientes páginas son definitivas.
(El
texto que sigue es un extracto del libro de Pedro Solbes "Recuerdos", publicado
por Ediciones Deusto)
La puesta al día
del Programa de Estabilidad: un momento crucial
Desde noviembre era ya evidente
que la situación económica seguía empeorando y era urgente actuar. En ese
momento estábamos preparando la puesta al día del Programa de Estabilidad para
los tres años siguientes que deberíamos presentar en Bruselas antes de fin de
año. Mantuvimos varias reuniones con Moncloa, algunas a solas con el presidente
y otras con varios participantes. Le expliqué mi visión con enorme
preocupación. Le señalé que un país como España no podía permitirse ir más
lejos en términos de déficit o deuda pública porque empezamos a generar desconfianza
sobre la sostenibilidad de nuestras finanzas públicas y sobre nuestras
posibilidades de recuperación, algo que ya se intuía en los mercados, como lo
demostraba el incremento del diferencial de coste entre la deuda pública española
y la alemana y los rumores sobre una inminente rebaja de la calificación de
nuestra deuda pública, que finalmente se materializó en febrero de 2009.
También subrayé que la economía
española se enfrentaba a una profunda recesión y que así lo íbamos a reconocer
en la revisión del Programa de Estabilidad. Sin margen de actuación en política
fiscal y con la construcción, que había sido el motor de crecimiento económico
en las dos últimas décadas, en pleno declive, teníamos que buscar nuevas
palancas de crecimiento en el sector exterior, a través de la exportación, y
para ello teníamos que ser más competitivos. La única manera de lograrlo era
reducir nuestros costes, para que nuestros productos fueran más baratos que los
de nuestros competidores, a través de la moderación salarial y las reformas
estructurales que mejoraran el funcionamiento de nuestros mercados y, de ese
modo, aumentar nuestra competitividad e incrementar la productividad de la
economía española y su crecimiento potencial.
(...)
En todo caso percibí en aquellas reuniones
que estábamos en un momento crítico y en estos meses mi, por lo general, larga
paciencia, había llegado al límite. Tuve siempre muy claro que cuando uno ocupa
un puesto público, en teoría, puede marcharse en cualquier momento y conseguir
el impacto público que puede implicar una dimisión, pero esa decisión puede
tomarse sólo una vez, y hay que valorar también los posibles daños. En la
anterior legislatura pensé en hacerlo en un par o tres de ocasiones y siempre
llegaba a la conclusión de que era mejor aguantar, pues la salida podía
resultar personalmente satisfactoria, pero no resolvía ningún problema. A
finales de año, pasados nueve meses desde las elecciones, estaba ya totalmente
convencido de que la idea por la que decidí ir a las mismas, que mi presencia
en el Gobierno pudiera ser útil para ayudar a resolver la crisis, no era
correcta. El presidente tenía su propia visión de la crisis y su hoja de ruta y
no coincidía con la mía. Yo era un miembro del Gobierno incómodo para él y la
situación era, cada vez, más enojosa para mí ya que, por lealtad, tenía que
apoyar una política y unas medidas con las que en no pocas ocasiones estaba en
desacuerdo. Había llegado el momento de aclarar las cosas y decidir de una vez
por todas si valía la pena quedarse o no. Las vacaciones de Navidad eran un
buen momento de reflexión así que le señale al presidente que le presentaría
unas propuestas después de las vacaciones y que si estábamos de acuerdo con el
diagnóstico y sobre todo con las medidas a adoptar estaba dispuesto a quedarme
pero que en otro caso prefería marcharme.
Al final le entregué a primeros
de enero un documento titulado «Una estrategia para la recuperación de la
economía española», redactado con algunos colaboradores del ministerio bajo mis
instrucciones directas.
En el documento, de fecha 8 de enero
de 2009, se llevaba a cabo un análisis de la economía española en los últimos
años, y se destacaban los desequilibrios generados, todos relacionados entre sí:
la pérdida de competitividad desde la entrada en el euro, el deterioro
pronunciado de nuestro saldo por cuenta corriente (segundo en el mundo en términos
absolutos tras los Estados Unidos) y la elevación muy significativa del
endeudamiento de familias y empresas.
(...)
Se analizaban a continuación las
razones de esa situación y se destacaba la extraordinaria expansión de la
demanda agregada que había generado tensiones inflacionistas y provocado
aumentos de precios y salarios con la correspondiente pérdida de competitividad
e incremento de nuestro déficit exterior; el significativo recurso a la
financiación exterior dirigido al sector inmobiliario y no a la inversión más
productiva; el bajo crecimiento de la productividad que haría disminuir nuestro
crecimiento potencial cuando se agotaran las fuentes de crecimiento de los años
anteriores (tipo de cambio de entrada en la UEM, bajada de los tipos de
interés, incorporación de la mujer al mercado de trabajo, inmigración,
transferencias de Bruselas...) y los defectos estructurales de los mercados de
bienes y servicios y de trabajo que habían actuado ampliando los
desequilibrios.
Se resumían también las
actuaciones del Gobierno desde 2004 para hacer frente a esa situación. La
política llevada a cabo se basaba en tres pilares básicos. Un entorno macroeconómico
estable con una política fiscal responsable; un notable esfuerzo en la
capitalización de nuestra economía en especial en capital físico
(infraestructuras), humano (educación) y tecnológico (I+D+i), y en tercer lugar
un conjunto de iniciativas tendentes a mejorar el funcionamiento y los niveles
de competencia de nuestros mercados de factores y productos.
Sobre la base de esas premisas
señalábamos que los objetivos de la política económica no habían cambiado, pero
ante las nuevas circunstancias era necesario un enfoque amplio y ambicioso,
acompañando las medidas a corto plazo -expansión fiscal y provisión de
financiación- con otras que facilitaran el proceso de recuperación de la
competitividad y que aseguraran nuestra capacidad de crecimiento futuro, «así
como de un compromiso firme con la sostenibilidad de nuestras cuentas públicas
en el medio plazo». Sobre este último punto insistía en mi obsesión de que las
desviaciones a corto deberían encajarse en una visión más global en la que se
fijara la fórmula y momento para recuperar el equilibrio. Y se señalaba
textualmente: «Dada la situación de los mercados financieros, las perspectivas
con relación a las cuentas públicas son esenciales para evitar el aumento del
coste de financiación (prima de riesgo) de la deuda pública y de la deuda
privada».
En mi opinión, debería insistirse
en las reformas estructurales. Dada nuestra baja productividad en los sectores
en los que nos habíamos especializado, sin una mejora de la competitividad
aumentaría la probabilidad «de que los ajustes tengan lugar por la vía de las
cantidades en lugar de por la vía de los precios, lo que significa más
destrucción de empleo».
(...)
La respuesta de política
económica exigía, para recuperar la competitividad y dinamizar el crecimiento
de la productividad, un proceso de ajuste con los siguientes elementos
fundamentales: reducir nuestros niveles de endeudamiento y de déficit exterior,
lo que supondría trasvase de ciertos sectores productivos a otros (cobrando
especial importancia el sector exterior), recuperar de manera rápida al menos
una parte de la competitividad perdida desde 1999 (consecuencia tanto de
presiones de demanda como de factores estructurales en la formación de precios
y salarios). Al no poder recurrir a la devaluación como se había hecho en el
pasado, era necesaria una flexibilidad suficiente en los precios y salarios
relativos, creciendo menos que los de nuestros competidores. Había igualmente
que mejorar el funcionamiento de los mercados de productos y factores, incluida
una moderación salarial y un menor crecimiento de precios y márgenes
empresariales. Y todo ello en un marco de finanzas públicas sostenibles a largo
plazo.
La conclusión final era reforzar
la idea de salir de la crisis con un escenario en V y evitar el riesgo de un
escenario en L o en W.
El documento fue acompañado por
unas consideraciones personales sobre la necesidad de actuar de inmediato.
Proponía incluir las decisiones en la revisión del Programa de Estabilidad, ya
que la revisión a la baja de nuestro rating hacía más necesaria la definición
de una estrategia de respuesta a la crisis; plantear una visión global y no «Un
rosario de actuaciones», y sugerí la puesta en marcha de un comité de crisis
para mejorar la coordinación de los ministros, y unas posibles fechas para
adoptar las medidas en enero y febrero. La instrumentación del plan se debería hacer en un
decreto ley, que estaba ya parcialmente redactado, y cuyo contenido le comenté.
En ese borrador se recogían todas las medidas propuestas que, en mi opinión,
debían llevarse a cabo mediante un gran pacto con la oposición. El presidente
me señaló que me daría su opinión en unos días.
El proyecto de decreto ley que
estábamos preparando, y que nunca presenté formalmente ni consecuentemente
discutí con el presidente, contenía medidas contundentes, temporales y
excepcionales dirigidas a detener la espiral recesiva en la que había entrado
la economía española. No podíamos seguir con programas de reformas a medio plazo,
no teníamos tiempo. Teníamos que dar una señal clara e inmediata de que
afrontábamos los tres peligros que acechaban a la economía española: el
deterioro de la confianza, la caída del empleo y el estrangulamiento de la
financiación a las pequeñas y medianas empresas. Estas actuaciones se
conjugaban con un reparto de los esfuerzos y costes de acuerdo con la situación
relativa de los distintos sectores, de modo que las empresas rentables, las
familias con rentas más altas y los trabajadores con empleos estables asumieran
la mayor parte del esfuerzo.
En el ámbito laboral, se generalizaban las cláusulas de descuelgue para
los convenios de ámbito superior al empresarial por un plazo de dos años. Para impulsar
la contratación, se proponía introducir un nuevo contrato indefinido de fomento
del empleo para todas las nuevas contrataciones que contemplara una indemnización
creciente en función de la antigüedad del trabajador y cuya rescisión recayera
únicamente sobre la empresa, sin intervención judicial o administrativa. Como
alternativa se proponía la reintroducción del contrato temporal de fomento del
empleo, con una duración mínima de 6 meses y máxima de 5 años y una
indemnización por despido de 12 días por año trabajado.
En lo relativo a los salarios, se
proponía la congelación del sueldo de los funcionarios durante dos años y la
recomendación al sector privado de moverse entre la congelación y una subida
máxima del l por ciento.
También había medidas fiscales.
Por un lado, proponíamos una rebaja transitoria del IRPF, sólo por un año, para
las rentas más bajas y los autónomos, acompañada de una subida del tipo
marginal máximo del 42 al 44 por ciento y de un incremento del tipo reducido del
Impuesto sobre Sociedades que se aplicaba a las SICAV. También proponíamos
eliminar la deducción de 400 euros y la deducción por nacimiento de hijos para
los contribuyentes con menores rentas y subir los impuestos especiales.
Otra de las propuestas, que
pretendía mejorar la liquidez de las pequeñas y medianas empresas, era
concederles un aplazamiento de un año en el pago de las cotizaciones a la
Seguridad Social a cambio del pago de un tipo de interés menor o igual que el
que cobraran las entidades financieras, pero sin exigirles garantías.
Por el lado del gasto, además de
unos presupuestos claramente restrictivos para 2010, se proponía la reforma inmediata del sistema de
pensiones, retrasando la edad de jubilación y aumentando el período de cálculo
para la determinación de la pensión. Aunque no se incluyó en el proyecto, era evidente que en
el caso de desajustes fiscales respecto al Programa de Estabilidad, había que
actuar de inmediato.
(...)
Se permitían deducciones en el
IRPF sobre las donaciones que se realizaran para financiar servicios como la
dependencia o la educación, de manera que se aliviara la carga sobre las
cuentas públicas. Por último, y en relación con el sistema financiero,
proponíamos una suspensión temporal por dos años de la capacidad de veto de las
Comunidades Autónomas sobre las fusiones entre cajas.
(...)
Los
prolegómenos de la salida del Gobierno
La respuesta de Zapatero llegó a finales de enero: «Pedro, este
documento es inaceptable. Lo que propones lleva implícitas dos huelgas
generales».
Le señalé que si no se llevaban adelante esas propuestas no evitaríamos la
huelga general y se produciría en condiciones económicas y sociales mucho más
dificiles. La respuesta, no por esperada, me impactó menos. Sus palabras eran
una clara negativa a lo que yo le proponía y era evidente para mí que desde ese
momento mi presencia en el Gobierno prácticamente había terminado; sólo quedaba
por definir el momento de esa salida y era consciente que era a Zapatero al que
le tocaba administrar los tiempos y decidir cuándo hacer la crisis de Gobierno.
A partir de ese momento Zapatero empezó a cargarse de razones para
justificar mi cese y, por la información que recibía, desde Moncloa se alentó
la tesis de mi cansancio y mi incapacidad para gestionar la grave crisis
económica.
A las críticas de sectores, como las inmobiliarias, por mi supuesto inmovilismo
al haberme negado a otorgarles ayudas directas a través del ICO; las
constructoras, por limitar las inversiones en infraestructuras, o el sector
eléctrico por mi negativa a que el Estado se hiciera cargo del déficit de
tarifa si no era en un marco global de regulación del sector eléctrico (el
acuerdo sobre renovables se basaba en que la tarifa las financiaría y el
Gobierno se había negado a las subidas propuestas por Industria y apoyadas por
Economía), se unían también
las de los partidos nacionalistas catalanes, que veían en mí el obstáculo para
obtener más fondos en la negociación sobre el nuevo sistema de financiación
autonómica que veníamos discutiendo desde hacía varios meses. Y todo
ello sin contar algunas otras tensiones con algún responsable de la patronal y
mis diferencias crecientes en aquellos momentos con el mundo sindical.
(...)
Nuestras diferencias estaban en
las reformas pero también en la evolución de las finanzas públicas. Podía
aceptar una desviación significativa del déficit del 3 por ciento, pero no
superior al 6 por ciento en el que prácticamente nos encontrábamos en aquel
momento. Bruselas ya nos había abierto un procedimiento por déficit excesivo y
me obsesionaba cómo podríamos volver al 3 por ciento en un período razonable,
sobre todo si lo superábamos excesivamente con gasto recurrente; de no
controlar el déficit, los márgenes que habíamos ganado en los últimos años con
el menor coste de la financiación para llevar a cabo incrementos de gasto
desaparecerían y podríamos acabar afectando a la evolución del coste de la
deuda. Siempre tenía presente que en I994 llegamos a utilizar el 4 por ciento
del PIB para el capítulo III del presupuesto (costes financieros) y que en este
segundo período lo habíamos mantenido en el l por ciento. Esos tres puntos nos
habían permitido avanzar en las políticas sociales como nunca. Aunque utilizaba
ese argumento con el presidente, su posición en aquel momento era que vista la
evolución en otros países de la UE y la necesidad de una política expansiva de
gasto para hacer frente a la recesión, la Comisión y el Consejo aceptarían
mayores desviaciones del déficit en los años siguientes; el déficit no sería el
problema con una deuda como la que teníamos. Olvidaba la reacción de los
mercados si no consideraban sostenible nuestra posición financiera.
Cualquiera que fuera la idea de
Zapatero, en su calendario se cruzó un hecho inesperado. Las informaciones
sobre una cacería compartida por el ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo,
y el juez Baltasar Garzón, provocó la dimisión del ministro el 23 de febrero.
Para entonces mis relaciones con el presidente estaban en mínimos, pero no
quiso adelantar la crisis de Gobierno y se limitó a aceptar la dimisión de
Bermejo y su sustitución por Francisco Caamaño.
Mis sentimientos en aquel momento
afloraron, cosa que no me suele suceder. Mi hartazgo estalló en forma de
declaración el mismo día de la dimisión de Bermejo. En un acto público me
preguntaron si le envidiaba en algo y mi respuesta fue: «Sí, en que es ex
ministro». Esa respuesta reflejaba mi estado de ánimo y mi deseo de abandonar
cuanto antes un gobierno en el que sentía que no contaba con ningún apoyo. Mi
actitud indignó a Zapatero y creo que precipitó los hechos, aunque tardó más de
un mes en hacer la crisis de Gobierno.
Hacia la segunda semana de marzo,
el presidente me convocó a una reunión en Moncloa y me dijo que quería
relevarme en una próxima remodelación. Mi respuesta fue que me parecía bien. Me
informó sobre la persona que había pensado para sucederme y mi respuesta fue
que nada tenía que decir, que ésa era su decisión. También hablamos de las
fechas, que respetó casi escrupulosamente, con una diferencia de 24 horas por
problemas de último momento. Fueron unas semanas difíciles. La vida continuaba.
Tuve que ir al Ecofin y al Eurogrupo en Copenhague, y allí informé
confidencialmente a algunos de los ministros más próximos y a la Comisión de mi
salida.
(...)
LEAN TAMBIÉN:
>>
Zapatero
niega la existencia de un 'plan anticrisis' de Solbes, Solbes lo confirma...
¿quién miente?